Películas que presumen de Ozu (segunda parte)

Buffalo 66 (Vincent Gallo, 1998)

Quizá porque cuando su estreno se comentara, no lo recuerdo, ha quedado como un pequeño tópico de los repasos al cine del maestro nipón en reportajes y artículos mencionar este cuento de hadas de Vincent Gallo como una influencia directa de Ozu en el cine contemporáneo. Esto se debe a que Gallo alimentó esta idea con dos homenajes tan evidentes que hasta duelen un poco pero que el maestro, desde la nada que habita, seguro que le agradece con una sonrisa. Uno es la matrícula del coche de Daisy-Christina Ricci, un viejo automóvil  japonés con cambio de marchas que Billy-Gallo no sabe manejar (ni Christina Ricci, por los tirones que da) cuya matrícula es P65 OZU, que podría interpretarse como que Ozu estaba antes de ese 1966 al que se refiere el título.

El otro homenaje es la abundancia de conversaciones rodadas mediante planos frontales, especialmente las que tienen en casa de los padres de Billy con ellos, que son casi una caricatura de las del cine de Ozu, incluyendo incluso fallos consentidos de continuidad o contraplanos imposibles por la posición de los personajes. Por lo demás nada de Ozu hay en este film. Ni sus temas, ni su estilo, ni su puesta en escena, ni su trasfondo, ni su dramaturgia ni sus interpretaciones ni su aspecto visual ni su egolatría fundacional -que no falte la mención al tamaño descomunal del miembro de Gallo, y que se diga muchas veces lo guapísimo que es- tienen nada que ver con Ozu, y sin embargo es una película magnífica, qué difícil es no quererla.

Vincent Gallo, a pesar de esa cansina egolatría, nos toca el corazón aunque su personaje es profundamente antipático, al menos al principio, cuando le dan la libertad en la cárcel pero resulta que no es libre de mear donde le parezca y eso le irrita descomunalmente, imaginen por qué. Una vez se ha aliviado, y para pasmo de nosotros, Christina Ricci no ha salido pitando con su Toyota matrícula de Ozu, probablemente porque no sabe pasar de primera y él la pillaría corriendo, se transforma un poco y es él. Él, Billy, es un ser disfuncional, acabado antes de tiempo por una apuesta estúpida que le llevó a prisión. Cuando sale de la cárcel no tiene más en la vida que un amigo, Bobo, con muy pocas luces, y a unos padres realmente odiosos, unos seres infectos que sin embargo tiene la necesidad de visitar. Continuando con una película que les ha contado para obviar la cárcel, debe presentarse con su supuesta mujer, que es el hada de este cuento, Christina Ricci que no sabe cambiar marchas pero sabe callar y querer, y decir lo que se debe, y enfrentar los fotomatones como nadie.

Vincent Gallo usa recursos muy noventeros, como esas pantallitas emergentes que traen los flashbacks y huelen a videoclip, o los diálogos atropellados y dispersos que imitan a Tarantino. Los personajes son además raros, incoherentes y variables en exceso, quizá la película no esté muy bien escrita y se le pueden encontrar algunos defectos, pero al final se hace con nosotros, es hermosa y memorable.

Quizá el mejor homenaje a Ozu que hizo Vincent Gallo, sin saberlo, es que supo demostrar que desde un cine absolutamente ajeno al suyo, se puede llegar al mismo tipo de emoción y tocarnos las mismas fibras. Demuestra, en fin, que el cine es un arte que no está tan atado a las fórmulas y recetas que a veces se nos quiere convencer de que son únicas e ineludibles. El cine sí es descomunal.

La soledad (Jaime Rosales, 2007)

El cine de Jaime Rosales es valiente y personal. A mí me gusta incluso cuando quizá sea disgusto lo que pretende transmitir, como ocurre con la denostada y no sé si incomprendida o inatendida Tiro en la cabeza. Sus fórmulas varían de trabajo en trabajo, pero todos ellos tienen en común el valor con el que se enfangan en todo lo que el audiovisual de hoy desprecia mayoritariamente: lentitud, reflexión, evocación y un toque de formalismo.

En sus películas las tramas pueden quedar inconclusas, las conversaciones ser intrascendentes para la historia y todo ello verse enmarcado en un formato inacostumbrado que suele variar de película en película. En el caso de La soledad, por ejemplo, llama la atención el uso de la polivisión o pantalla partida no para mostrar dos acciones paralelas, como es acostumbrado, sino la misma acción desde dos posiciones de cámara distintas.

Me siento algo cohibido al hablar sobre las intenciones de un director vivo y en forma que además habla mi idioma, pero confío en lo recóndito de este rincón cinéfilo y me arriesgo a decir que en La soledad no solo hay mucho del cine de Ozu, sino que incluso se le rinde un homenaje explícito cuando un personaje sufre un infarto que le cuesta la vida justo después de tender la ropa, que seguimos viendo, al aire, en esa pantalla partida mientras el personaje expira. Ya hemos comentado en otras ocasiones que ese plano-almohada de la ropa tendida, tan característico de las películas de Ozu, puede entenderse como una metáfora de la renovación constante que es la limpieza de nuestras prendas, que es lo que somos en buena parte a los ojos de los otros, y que de alguna forma nos sobreviven. Cuando este personaje de La soledad fallece, y de forma parecida a la de Chisu Ryu en Había un padre, por cierto, con su ropa puesta a secar en el otro lado de la pantalla, es como si Rosales abriera con un bisturí el cine de Ozu, y quisiera por un momento dejarlo sin misterio para nosotros, en su película. Otros momentos en los que Rosales parece estar operando a Ozu, cercenándolo con respeto, son esas conversaciones que muestra en polivisión de primeros planos, que recuerdan por su frontalidad y el hieratismo de los personajes en esos instantes -que casi parece que se han puesto una máscara para rodar esos planos- a las conversaciones típicas de Ozu en las que se salta alegremente el eje y las reglas de continuidad para que nos centremos exclusivamente en el busto y el rostro de quienes tienen algo importantísimo, o ridículamente intrascendente, que decirse mutuamente en ese instante irrepetible.

Habrá quien piense que el remedo del estilo de Ozu se extienda al hecho de que la película esté rodada en planos fijos, o a que las cosas pasen lentamente o que haya importantes elipsis. Eso son rasgos atribuibles a Ozu, es verdad, pero creo que La soledad también homenajea muy explícitamente a Jeanne Dielman… de Chantal Akerman, film del que los tiros de cámara, las actividades cotidianas vistas en tiempo real  e incluso el tratamiento visual de los interiores está prácticamente calcado, quizá porque el mensaje final de Rosales sea muy parecido al de Akerman, como insinúa el título.

Tras un paso irrelevante por taquilla en su estreno, pues apenas se distribuyeron 30 copias que poca gente se animó a ver, La soledad ganó tres Premios Goya, lo que le valió la oportunidad de volver a distribuirse y quizá recuperar la inversión. Aquel año la Academia estuvo valiente y rescató una película rarita, personal y arriesgada que, sin embargo, tiene algo que incluso para quien no acostumbre a ver cine de arte y ensayo hace que sea muy magnética, que cueste dejarla, que intrigue e interese. Eso lo logra Rosales por ejemplo con las conversaciones y los asuntos banales que tan bien sabe representar -de esto su último estreno, Los girasoles silvestres, es una auténtico tratado- y que a todos nos tocan porque les suceden a unas familias que se parecen mucho a todas. Que tu ex sea un jeta que no pasa la pensión o que tu hermana pijilla quiera liar a tu madre para que venda su casa y le dé el dinero para comprarse ella un piso en Torrevieja son cosas que, incluso a quienes no nos han pasado, nos han ocurrido muchas veces. Que una persona rota por el dolor sea antipática y responda mal a los más sinceros consuelos, que te acuerdes de una camarera encantadora que te sirvió una Coca-cola hace meses, o que te mueras de un jamacuco después de tender la ropa, son eventos que forman parte de todas las vidas y que Ozu representaba mejor que nadie y de eso también se ha dado cuenta Rosales, y qué bien lo cuenta con sus elipsis y polivisiones.

Esta entrada forma parte del Especial kanreki de Yasujiro Ozu

Todas las citas literales de Ozu, salvo que se indique lo contrario, están extraídas de La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine de Yasujiro Ozu, traducido por Amelia Pérez de Villar y editado en Gallo Nero. o bien de Antología de los diarios de Yasujiro Ozu, Edición a cargo de Nuria Pujol y Antonio Santamarina. Filmoteca de la Generalitat Valenciana.

Si menciono a Antonio Santos suelo referirme a lo leído en su monografía sobre Yasujiro Ozu editada por Cátedra.

Se pueden consultar la ficha de cada película y otros análisis en IMDB, Filmaffinity y Letterboxd.

En inglés se puede leer el análisis técnico de David Bordwell de cada película legal y gratuitamente de su libro Ozu and the poetics of cinema en este enlace.

En Internet Archive hay algunas películas de Ozu que no se pueden encontrar en las plataformas habituales.

Licencia de Creative Commons
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2 comentarios sobre “Películas que presumen de Ozu (segunda parte)

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  1. Hola tocayo
    Pues como dicen -o decían- en los bares de tapas «Una que sí, una que no» (una que «pica» y otra que no, nosé simexplico).
    No he visto buffalo’66 pero siempre pensé que se refería al primer disco de Buffalo Springfield que, efectivamente, es del 66. Disco importante.
    Desde luego pocas cosas más alejadas a Ozu que coches y motores. Poner su nombre en una matricula me parece una macianada (un poco como el reparto de la peli).
    Un saludo, Manuel.

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  2. Hola tocayo,
    A mí no me parce mal poner a Ozu en la matrícula de un Toyota, así se juntan dos de los mejores productos del archipiélago del sol naciente, y poniente.
    Lo de Buffalo 66 no es por el disco, sino por el nacimiento del prota y la especial relación de su familia con el equipo de la ciudad. Es una película que creo que puede gustarte, tocayo, dale eso sí un ratito-oportunidad.
    Saludos ponientes

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