
Creo que ya hemos comentado alguna vez en el pasado que el cine de Keisuke Kinoshita tiene una cualidad que según quien lo juzgue puede considerarse virtud o defecto; me refiero a su capacidad para variar de estilo casi con cada película, de reinventarse en cada proyecto intentando además abrir nuevas sendas estéticas. Se le puede juzgar culpable quizá de un afán experimentalista que parece injustificado, pero en esta casa le declaramos por el contrario inocente del mayor delitos habituales del experimentalismo porque sí: aburrir al personal. Kinoshita siempre es interesante, nunca se pierde el tiempo acercándose a sus películas incluso si no son obras mayores, como las que hoy traemos. De hecho estas cármenes son películas poco más que medianas pero tan particulares, en especial puestas una junto a la otra, que me apetece mucho anotar algo sobre ellas y de paso invitar a su descubrimiento.
Antes de nada es necesaria una pequeña contextualización histórica, y es que ambas se estrenan en 1951 y 1952, es decir, en esos años en los que sociedad japonesa vivía una situación muy particular en la que convivía la vieja mentalidad derrotada pocos años antes en la guerra con la democracia y las ideas modernas impuestas por EEUU. Este es el fondo ideológico y cultural en el que estas dos películas toman sentido. Dice Donald Ritchie que forman parte de cierta corriente satírica con la que el cine respondió en estos años a estas circunstancias. Es verdad que en ambas, sobre todo en Carmen se enamora, la segunda de la que hablaremos en la segunda parte, hay un componente satírico muy evidente, pero en ambos casos creo que la personalidad de las cintas es tan acusada que incluso esa intención satírica queda en un segundo plano, por detrás de la peculiar naturaleza visual y dramática de ambas.

Carmen vuelve a casa ha pasado a la historia por ser el primer largometraje japonés producido en color. La comprensible calidad justa de su fotografía y su extraña paleta de tonalidades curiosamente le vienen bien a la historia, porque aliñan con su imperfección el mensaje entre pueril y contemporáneo que quiere esbozar Kinoshita, autor por cierto del guion. A un pueblo del Japón profundo llega la noticia de que una chica (Hideko Takamine) que emigró a la capital hace unos años y que al parecer se ha convertido en una famosa artista interpretando a la Carmen de Bizet, de quien se ha quedado con el nombre, vuelve para pasar unos días. Llega en tren con su amiga Maya, artista como ella, y la presencia de ambas revoluciona el pueblo. No solo por ir vestidas a la occidental, sino, sobre todo, por su tendencia a desvestirse mientras cantan y bailan por los caminos y prados para regocijo y espanto a partes iguales del atribulado campesinado, los niños del colegio y el ganado circundante. Uno de estos campesinos es el padre de Carmen (Takeshi Sakamoto) que siente tal vergüenza que no quiere saber nada ni de su hija ni del dinero que trae consigo y que tanta falta le hace.

Carmen (bueno, en japonés sería Karumen), el personaje, es una creación fantástica de esa actriz irrepetible que fue Hideko Takamine, una de las intérpretes que mejor ha conjuntado, en mi opinión, la valía actoral y el cargo de sex symbol. Aunque profundizaremos en ello al hablar de la segunda parte, su personaje aquí ya da muestras de una personalidad extrañísima: es superficial y frívola, pero a la vez comprometida y solidaria. Parece idiota pero es muy lista, profundamente egoista y, sin embargo, generosa con un padre que la repudia y con sus paisanos que la desprecian. Cuando llega al pueblo con el marchamo de artista, el director de la escuela (Chisu Ryu) se alegra de ello, pues piensa que la cultura es buena para el avance de la nación. La misma nación que ha dejado ciego al único artista del pueblo, por cierto, que compone hermosas canciones que no puede interpretar porque ha tenido que entregar su armonio al mercachifle del pueblo, un tipo depravado y estúpido que representa el capitalismo salvaje que será quien monte un espectáculo cuando se descubra que Carmen y su amiga no son realmente cantantes de ópera, sino vulgares chicas bailarinas de streap-tease.

Uno ve Carmen vuelve a casa, al completo, o cada una de sus escenas, y se pregunta si está ante una farsa que pretende ser descacharrante o ante una dramedia que ha salido rara. Por momentos parece un homenaje al cine pre code o una antesala de nuestro transicional destape por el empeño que tiene Kinoshita en enseñarnos las carnes de las dos muchachas. Pero también en ocasiones, sin embargo, se aproxima a una gravedad trágica franca, casi neorrealista, cuando se evoca la cercana guerra o la miseria en la que viven el cantante ciego y su mujer obligada a trabajar.

Entre enredos, sucedidos y alguna canción que se marca Takamine, se va desenvolviendo una trama convencional y previsible, pero presentada de una forma tan irreverente y alocada que impide cualquier forma de aburrimiento. Además para los fans de Ozu cuenta con el añadido de que, por ser un film Shochiku-Ofuna, cuenta con muchos intérpretes que conocemos de los films del maestro, y es agradable ver caras conocidas en situaciones distintas.
Lo más descacharrante y a la vez lo más serio, de Carmen vuelve a casa, es su moraleja. El mensaje, que ya decíamos antes que verbaliza Chisu Ryu, es que el arte mejora las vidas y los países. Él, como autoridad cultural del pueblo por dirigir el colegio, defiende que se reciba a Carmen como representante de algo superior -el arte, la cultura- que los Japoneses todos, también los de campo, saben apreciar. Después veremos que el arte de Carmen consiste en enseñar la pantorrilla, pero que incluso eso es mejor, y hace más bien por el pueblo y por el artista ciego que empeñó el armonio, que el rechazo absurdo y trasnochado de las Cármenes y las pantorrillas.


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Hola tocayo
La casualidad hace que esta entrada coincida con la pérdida de «nuestra» Carmen -también (casi) en la descripción con el personaje que retratas-. Hasta en el destape; nuestra Carmen también se apuntó.
Se han hecho muchas pelis sobre la «vuelta a casa» pero aquí parece brillar el primer technicolor -imposible imaginar al espectador de entonces, su primera «xperience» en colorines y toda esa carne y escasa ropa ¡ríete tú del tresDe inmersivo!
Un saludo, Manuel.
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Hola tocayo,
pues es pura casualidad, porque yo programo la publicación y ni me había dado cuenta de que nuestra Carmen protagoniza estos días con su descanso. También es pura casualidad que hace pocos días, justo antes de que la ingresaran, vi No es bueno que el hombre esté solo, de Pedro Olea. Es una de esas películas que querían ser al tiempo modernas y satisfactoria. A Carmen Sevilla se le veía un pecho un segundo, y además hacía de mala, puteaba a un pobre José Luis López Vázquez, enamorado de su muñeca.
Es verdad que nuestra Carmen y el personaje de Kinoshita tienen mucho que ver. No sé hasta qué punto el nipón medio se acaloraba con las carnes de Hideko Takamine. Puede que bastante, pero seguro que menos que el español setentero con las de nuestra Carmen.
Un saludo destapado (por las calores)
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