Este artículo fue publicado originalmente en el número 336 de la revista Versión Original, dedicado a los autobuses. Lo subo al blog, aparte del interés que por sí misma tiene esta pequeña obra maestra sobre ruedas, para que sirva de proemio de otro par de entradas que le seguirán sobre los últimos estrenos de Hiroshi Shimizu.
Casualmente el día en que me pongo a escribir estas líneas (nota: 29 de febrero de 2024) me entero de la muerte de David Bordwell, crítico y estudioso del séptimo arte que nos deja un vacío tan grande como vasta es su obra publicada en papel y en la web. Precisamente tenía pensado comenzar este escrito sobre Sr. Gracias (Arigatoo-san, Hiroshi Shimizu, 1936) con una idea parecida a las que leí a Bordwell en un breve pero atinado estudio sobre el director japonés. En forma de humildísimo homenaje al gran erudito a quien tanto debo, en especial por lo que he aprendido de su espectacular monografía sobre Yasujiro Ozu, reproduzco traducidas las primeras frases de su artículo sobre Shimizu:
“Si tuviera una máquina del tiempo, viajaría al Japón de entre 1924 y 1940. Cambiaría un año de mi vida aquí y ahora por un año allí en aquel tiempo ¿Por qué? En primer lugar, porque el mundo que veo en las películas de ese periodo provoca en mí una irresistible fascinación. Me gustaría recorrer las calles de Ginza, viajar en tren hasta algún balneario en la montaña, pasear por Asakusa, tomar el té en el Hotel Imperial, visitar los templos de Kioto. En segundo lugar, si pudiera trasladarme a aquel tiempo podría ver las películas que nunca veré: las que se han perdido de Ozu y Mizoguchi por supuesto, pero también muchas otras que ni siquiera sabemos si fueron importantes.”
Entre esas películas perdidas hay decenas, más de un ciento, dirigidas por Hiroshi Shimizu. Nada menos que 166 rodó a lo largo de su carrera de las que sobreviven unas 40. Esa gran cantidad de material perdido junto a otros condicionantes, como las malas condiciones de conservación y acceso a la filmografía conservada, y la casi nula bibliografía sobre su figura en lenguas occidentales, hace que hablar de su obra constituya un pequeño atrevimiento crítico, pues no sabe uno si las conclusiones que alcanza sobre sus temas y su estilo se corresponden con las que una mirada amplia y comprensiva, como la que David Bordwell en su soñado regreso al Japón pudiera haber tenido. Ojalá existiera un paraíso cinéfilo en el que, tras dejar esta tierra de pesares, pudiéramos cumplir con nuestros deseos y terminar, por fin, la lista de las películas pendientes antes de fundir al negro definitivo.

El cine de Hiroshi Shimizu, que afortunadamente está aflorando a la superficie en los últimos años desde el más profundo de los olvidos gracias a internet, abarca gran cantidad de géneros y temáticas, y como la mayoría de su filmografía está perdida quizá sea mejor hablar de algunas peculiaridades muy generales y muy reconocibles de su forma de trabajar. Por ejemplo, salta a la vista su gusto por rodar en exteriores y a su aire, y él mismo presumía de su tendencia a la improvisación y a una aparente dejadez en las tareas de supervisión. Se cuenta que en ocasiones si llegaba un amigo a visitarlo al set de rodaje podía irse con él a un bar, conminando al equipo a que terminara por su cuenta las escenas de ese día. Tampoco daba indicación alguna a los intérpretes, más allá de ponte allí, mírale a la cara mientras le hablas o camina hacia allá. Era un hombre de personalidad muy fuerte, en ocasiones despótico en las formas que sin embargo dedicó su dinero y su tiempo a recoger y cuidar a un gran número de niños de la guerra, huérfanos y vagabundos, con los que formó una curiosa troupe que protagonizó la que quizá sea su obra más conocida: Los niños de la colmena, o Los niños del paraíso (Hachi no su no kodomotachi) en 1948. Esos grupos de niños correteando de un lado para el otro son otro tópico curioso y muy personal de su cine, como lo es el gusto por rodar como nadie en caminos y carreteras mediante travellings frontales de avance y retroceso interminables, intercalados con grandes planos generales del hermoso paisaje de la península de Izu, que es donde situaba siempre estos films al aire libre de los que el ejemplo más acabado, y me centro por fin en ella, es la maravillosa Arigatoo san.

Por la carretera de Amagi va y viene cada día Arigatoo san (Ken Uehara), el joven y apuesto conductor de un viejo autobús Ford apreciado por todos a causa de su amabilidad y buen hacer. A todos y a todas va dando las gracias por apartarse de su camino, y de ahí su apodo. Tan buena fama tiene este joven que muchos pasajeros prefieren perder otros autobuses anteriores y salir más tarde para dejarse llevar por sus enguantadas manos firmes y prudentes. Casi toda la película, rodada al completo en escenarios reales -salvo quizá algún plano frontal del interior del autobús- discurre en un solo viaje de un día, desde un pequeño pueblo perdido entre las montañas hasta el puerto por donde la gente toma el barco que lleva a Tokio en busca de mejores oportunidades. El viaje comienza y la atención se centra en una madre y su hija, de aspecto desolado. Parece ser que la joven de 17 años va a ser vendida por necesidad y tendrá que abrirse paso en la capital imperial, quizá prostituyéndose. Otros dos personajes acompañarán al conductor durante el metraje: una moga (chica moderna) posiblemente prostituta en ejercicio, que flirtea con el Sr. Gracias pero resulta ser a fin de cuentas la mejor y más sensata viajera, y un señor con bigote falso y mal pegado que se las da de importante y simboliza la estupidez y la hipocresía, aunque como veremos al final, también tiene sus motivos para comportarse así.

A lo largo del trayecto van subiendo otros personajes que dan motivo de conversación y reflexión, pero acaso los más importantes son los que pueblan la carretera, a los que saluda nuestro protagonista con un amable toque de claxon; son decenas de excursionistas, ciclistas, una compañía de Kabuki femenino, trabajadores niños, gallinas, mujeres cargadas y el coche de una pareja de estúpidos que tienen mucha prisa y adelantan al autocar pero no saludan, y por eso el destino les castiga y pinchan y se averían una y otra vez. Destaca entre todos estos habitantes de la calzada un grupo de trabajadores coreanos que eran realmente los que estaban construyendo aquellas carreteras en condiciones de semiesclavitud y que vivían como parias, trasladados de un lugar a otro por las constructoras niponas. Se sabe que Shimizu no los había incluido en el guion (basado por cierto en un breve relato de Yasunari Kawabata) pero que, al encontrarlos en la carretera y conocer su lamentable vida quiso darles espacio en el film y regalarles uno de sus más hermosos momentos, en el que una joven coreana le pide a nuestro amable conductor que lleve flores al túmulo donde ha dejado las cenizas de su padre muerto, al pie de la carretera, pues a ella y a toda su gente los trasladan de nuevo.

No hay más intriga que la atracción que intuimos en Arigatoo san por la chica que va a ser vendida, las idiosincrasias de los pasajeros y peatones que se acercan a pedirle al amable conductor favores como el de la joven coreana, o que acerquen un paquete a alguien, o que les compren un disco. Hay un momento de cierta tensión, cuando casi pierde nuestro amigo el control del autobús al fijarse en la moza que le gusta, y luego hay un final a modo de epílogo, el día después en el camino de vuelta, cuando se cierra el tema de la chica. Pero nada más. Todos los viajeros que han subido se bajan y suelen alejarse en el plano subjetivo que casi nunca abandona el punto de vista del viejo Ford que conduce nuestro inolvidable chófer. En su simplicidad, Arigatoo san es una película hermosísima. Es simple porque consiste en un puro pasearse de la cámara junto al autobús por los parajes de un valle montañoso del que hay que salir superando dos puertos. Hay una musiquilla constante y machacona que enfatiza el buen rollo que debe reinar en el autobús gobernado por Arigatoo san. En efecto, la armonía y la jovialidad son las notas dominantes, pero sirven para contrastar y presentar sin ánimo conflictivo – estamos en la época más estricta del imperialismo japonés- una realidad por otra parte miserable y dolorosa. Es la vida de una Japón rural cuyas únicas perspectivas para sus pobladores son la emigración o el hambre.

En Arigato san Shimizu aprovecha la oportunidad que le da esta historia para practicar hasta el paroxismo algunas de sus soluciones favoritas de puesta en escena. Como apenas existen más interiores que el propio autobús -y no es un decorado, la mayoría de los planos del pasaje están rodados con la cámara dentro y en movimiento real- que se suman a los exteriores que siguen sus recorrido, Shimizu ha sabido crear no solo una película muy original y diferente, sino casi un estilo visual propio y único exclusivo para ella. Sobre el papel, se trata de una road movie, pero a diferencia de lo que más tarde irá proponiendo ese género, que es convertirnos a los espectadores en una especie de patrulla invisible que espera y contempla en cada parada al vehículo que llega con los protagonistas de etapa en etapa como observadores omniscientes, en Arigato san esto no sucede. Shimizu de alguna forma nos excluye totalmente de ese punto de vista, y lo que quiere es que nos sintamos parte del paisaje y el paisanaje, que ocupemos el asiento del señor con bigote, delante, o el de la madre desdichada, detrás, y miremos el mundo pasar desde el autobús. Shimizu lleva al extremo su gusto por lo que podríamos llamar composición de movimientos verticales. Los elementos del cuadro: las personas y la calzada, aparecen y desaparecen por la parte alta y baja del encuadre, generando una dinámica muy especial, que evoca una especie de alegre impermanencia de las cosas. Desde ese punto de vista, el del viejo Ford, el mundo no es un escenario de aventuras en desarrollo, sino un paraje previsible y dinámico, siempre en movimiento, que habitan quienes lo recorren, y aunque no sabemos apenas nada de ellos sí comprendemos que son el magma de la humanidad, más que cualquier héroe postapocalíptico o cualquier pareja de sexis delincuentes o de moteros que buscan su destino. Esos personajes anónimos que recorren la polvorienta pista que cuelga de las laderas del valle son casi todos pobres, anónimos, amables, y se apartan siempre gentilmente a nuestro paso. Qué menos que agradecérselo una y otra vez, saludar con un toquecito de bocina y la mano enguantada en alto y repetir, cuantas veces sea necesario: ¡GRACIAS!


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Hola tocayo
Desde luego es peculiar el viaje de esta peli. Tiene un, para mí, clarísimo carácter irreal: en ningún momento vemos pagar (aunque sabemos que hay quién no puede pagar el billete), tampoco nadie porta ningún tipo de equipaje o bulto, muchos de los viajeros parecen guiarse por un espíritu casi infantil (los que van a la boda se bajan por no querer coincidir con el que va al funeral y este se baja por ¿cargo de conciencia?) y esos arriesgados planos en que los viandantes aguardan al último momento para apartarse -si es que lo hacen- y, apenas han sido superados, recuperan su posición original como si nada hubiese ocurrido; se diría que transeúntes y autobús comparten espacio pero no tiempo.
Me quedo con la historia de la coreana que arranca cuando el bus supera a un grupo de personas y una de ellas sale corriendo, después aguanta el plano en una larga recta para comprobar que sigue corriendo y mucho después, tras un «descanso», la vemos llegar desfallecida y, sin embargo, mantiene la interesante conversación sin muestras de ahogo. Le dice a nuestro «soltero de oro»: Pensé que me iría vestida con Kimono y subida al autobús (¿boda?).
Supongo que el carácter ligero -muy apoyado en esa música, tal vez, demasiado occidental- permitió que la peli no tuviese problemas, pues el país por el que viajamos no puede ser más desolador.
Ya que van en un Ford es imposible no acordarse de «el otro Ford» que ese mismo año filmó «The Stagecoach, la diligencia» y, más imposible aún, no recordar a Claire Trevor viendo aquí a su alter-ego nipona (Otra particularidad no existen nombres salvo el del mote, Mr. Agradecido).
Un saludo
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Hola tocayo!
Lo primero, lo último: La diligencia es de 1939, esta del 36, así que sería Claire Trevor en todo caso la alter ego de la nipona, pero lo que ocurre realmente es que ambas son muy alter ego de la prostituta protagonista de Bola de sebo, el gran relato de Maupassant en el que se inspiran ambas, pero mucho más la de Ford.
Sobre que no tuviera problemas con la censura imperial a pesar de la miseria que trasluce… Es un tema interesante y yo mismo me lo he preguntado en ocasiones, pero viendo mucho cine de este tipo uno se da cuenta de que existía casi una especie de, no sé cómo llamarlo… xenofobia interior. Es como si se quisieran incluso cargar las tintas con un mundo que es mejor abandonar para venirse a las grandes ciudades a trabajar en la industria pujante o, mejor, alistarse en el ejército.
Ese aire irreal que tan bien describes lo tienen muchos films de Shimizu y creo que es consecuencia de su forma de trabajar, casi improvisada. De hecho era así, a veces ni tenía un guion completo que seguir y la planificación la hacía sobre la marcha. La semana que viene hablaré de una especie de remake que hizo después de la guerra y ahí comento como se nota que se la fue tomando en serio según avanzaba y eso hace que varíe el estilo y parezca al terminar una peli distinta. En este sentido esta Arigatoo san es más pura, más evanescente y uno tiene la sensación de que al verla no sé muy bien qué comparto con ella, porque ni es el tiempo ni es el espacio, pero estoy ahí.
Un saludo!
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