La horquilla (Kanzashi, Hiroshi Shimizu, 1941)

Emi, una geisha que estuvo peregrinando en grupo y descansó en un hotel de montaña, se ha dejado una horquilla en el agua de la charca donde se bañan los clientes del establecimiento. Poco tiempo después un soldado de permiso, Osamura, la pisa y queda herido. Ella, que vuelve al hotel a por la horquilla, se enamora de este hombre que parece no notarlo o no querer corresponderla. Siendo este amor causa o consecuencia de ello, Emi se decide a abandonar su vida, suponemos que disoluta, en Tokyo. 

Esta trama principal se adereza con un profesor cascarrabias que ha venido a leer y no a escuchar a otras personas, un viejo que solo quiere jugar al go y no deja leer al profesor, dos niños animosos y un matrimonio pobretón y en aparente crisis. Estos personajes crean el contexto para el núcleo de la película, que son los sentimientos de Emi, la mujer de Tokyo, interpretada por Kinuyo Tanaka. 

Los pensamientos y emociones que mueven a Emi son pero no están. Así es el Shimizu de las películas digamos “de exteriores”. Se crea una atmósfera y se entretejen historietas leves e intrascendentes sobre el fondo de cristal de algunos leitmotivs, en este caso los ejercicios del soldado (Chishu Ryu) para recuperarse de la cojera, las idas y venida de escandalosos grupos de huéspedes, las cartas de la mujer a su amiga de Tokyo… 

La mano que mueve los acontecimientos parece estar distraída. Vemos las ocurrencias de unos y otros y las aceptamos con una sonrisa, porque la naturalidad que impregna La horquilla no nos deja aburrirnos o desconectar de ella, y es como si no supiéramos qué hacemos aquí ni por qué estamos pasando el verano en este hotel de medio pelo.

En el último acto lo comprendemos todo. Nos emociona el desenlace porque comprendemos, ahora si, a la mujer de Tokyo que ya no quiere ser de Tokyo. Lo mismo que ella, no sabríamos decir con palabras qué sentimos por el soldado; si el descuido con la horquilla le ha hecho tomar conciencia de la vida que realmente quiere, cerca dela naturaleza y el sol, o si, por el contrario, la ha precipitado hacia el error y el empeño inútil de pretender ser lo que no se es. Esta indefinición de los sentimientos, este tener claro solamente que todo está por aclararse, es lo que la mujer, y nosotros, compartimos y encontramos al final de la escalera.

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