La llamada “serie b” de los años 40 y 50 tiene un sabor especial, porque sus películas aúnan los defectos habituales, irremediables también, de estas producciones, con un olor inconfundible a oficio y buen cine. Las más recordadas de esta obras, en especial del género negro, como Detour (Edgard G. Ulmer, 1945) o el El demonio de las Armas (Joseph H. Lewis, 1950) son los títulos que enseguida vienen a la cabeza, y de los que bebe acaso involuntariamente El beso mortal. Nos recuerda también al imprescindible Lang americano y lleva el aroma de La ciudad desnuda (Jules Dassin, 1947)

Estas películas son un buen laboratorio de análisis del cine de la época. Usan códigos comunes a las grandes producciones en la narrativa literaria y visual, y además con buen oficio, porque no dejan de estar producidas en el tejido industrial del espectáculo mejor urdido que quizá haya existido nunca. Por eso son películas entretenidas y hermosas de ver, con una pátina de elegancia y un ritmo que permiten a cualquiera seguir disfrutándolas como mero artefacto de diversión, más allá de la cinefagia cultureta.
Sin embargo, el presupuesto limitado imprime en ellas un sello muy personal, por ejemplo en los defectos aberrantes que le dan sabor graciosete y nos permiten verlas en el nivel de “búsqueda de la cagada”. Hay que decir que en El beso mortal hay unas cuantas “cagadas” técnicas especialmente memorables. Como usar un coche en negro brillantísimo que refleja al equipo de rodaje, o que haya un plano muy conseguido y elaborado -como en general es el caso en la peli- que queda destrozado por la sombra de la cámara sobre el protagonista.


Mención aparte merece la pésima capacidad interpretativa de alguno de los intérpretes, en especial Gaby Rodgers, que apenas sabe disimular lo que debían ser unos limitados conocimientos de la lengua inglesa y/o su pronunciación (era alemana de nacimiento) y algún que otro actuante que, la verdad, da grimilla.
Por otra parte, sin embargo, la limitación técnica obliga al ingenio, y en esta película esto ayuda al lucimiento del gran director que fue Robert Aldrich. Se alargan los planos para no perder tiempo de rodaje, pero algunos movimientos están tan bien planificados que casi casi rozan el arte de Mizoguchi, porque no solo hablamos del movimiento de la cámara y el montaje por reencuadre, sino de la misma disposición de los elementos de ambientación que en general se sitúan con elegancia e inteligencia para guiar nuestra vista y componer la representación. Es una película muy atractiva por su puesta en escena variada y eficaz, nunca banal, ramplona o interesada.

En cuanto al guion y la historia… Me da en la nariz que a la película le sobra como media hora. El planteamiento es simple: un decadente detective Mike Hammer (Ralph Meeker) quiere saber quién era y por qué mataron a la mujer desesperada que recogió en la noche y que provocó que intentaran matarle junto a ella simulando un accidente. El recuerdo de su magnetismo personal y el misterio que envuelve sus últimas palabras -”recuérdame”- empujan al detective, una vez recuperado de las secuelas del “accidente” a afrontar una investigación a ciegas, afrontando la amenaza de muerte constante de la organización oscura que amenaza su vida y a espaldas de la policía, que está en contra de sus andanzas. Todo esto queda aderezado con una retahíla de personajes que se columpian entre lo carismático, lo payasesco y el erotismo de cuarto y mitad de pechuga de las féminas que rodean a MIke Hammer, de inaudito atractivo sexual.
En fin, lo que era un planteamiento interesante se va trastocando en una sucesión algo liosa de escenas impactantes y averiguaciones ex machina hasta llegar al acto final donde la trama se resuelve en un giro muy de aquellos tiempos, que vira un poco del género negro hacia la ciencia ficción y que, bueno, hoy nos parece cine fantástico pero en aquellos años 50 de guerra fría adquiría una dimensión distinta.
Pese a lo flojo de su guion es una película, insisto, llena de hallazgos visuales, imágenes y momentos memorables y valiosos que bien merece un par de horas de nuestra aburrida vida de no-detectives-de-cine-negro.

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