A 75 años de distancia; Rapsodia en Agosto, de Akira Kurosawa.

En este año 2020 que hoy termina hace 75 años que explotó la segunda bomba atómica sobre Nagasaki. Es un buen día, pues, para rememorarlo con el homenaje que hace tanto tiempo ya hiciera Akira Kurosawa a los que estuvieron bajo su fuego en esta su penúltima película, Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no kyōshikyoku,1991)

Cuatro nietos pasan el verano con su abuela cerca de Nagasaki, mientras sus padres visitan a un hermano de esta que vive en Hawai. Durante estos días los chavales, que rondan la adolescencia, no se hacen al estilo de vida humilde de la abuela, pero quedan enredados en sus visiones y recuerdos del pasado. Toman conciencia de lo que supuso para ella tener que criar a sus hijos (los padres de ellos) sin la compañía del abuelo, que era maestro y pereció calcinado con sus alumnos bajo el hongo nuclear.

Los nietos dan de beber a los sedientos

Rapsodia en agosto es una película de las distancias. Su tema es la distancia en el tiempo -45 años- entre el lanzamiento de la bomba y la desmemoria que parece haberlo enterrado para todos excepto para las víctimas, ya viejas. El curso de la película es el recorrido desde la ignorancia supina hasta el reconocimiento y el homenaje que hacen los nietos a sus abuelos; al que murió y a la que supo sobrevivir a la peor de las calamidades. Es el camino del aprendizaje, que va trazando con mano temblorosa una mujer muy anciana que parece estar saltando el abismo que conduce al lado de la demencia, del más allá, del estar ido. Sin embargo sus recuerdos vagos, quiméricos quizá, son tomados en serio por sus nietos, que los mezclan con la fantasía y el miedo infantil a las fantasmagorías que aún queda en ellos. Ese carácter ilusorio y segmentado de los recuerdos que la abuela tiene de sus hermanos es un nexo inesperado entre ella y unos nietos que parecían habitar un planeta distinto al suyo. Los padres de los chavales, la generación intermedia, están sin embargo al margen de los hechos, no comprenden ni respetan seriamente a su madre, y aunque eso a ella no parece importarle ya, sobran un poco en este mundo del hoy de agosto que es el ayer de 1945 en el que ella y los nietos parecen haberse instalado con emoción y complicidad.

La distancia es también Clark, el sobrino americano, hijo de su hermano de Hawai, que sorprende a la familia por su inmenso respeto a los caídos y arrepentimiento culpable por la bomba lanzada antes de nacer él. Además recorre los miles de kilómetros que separan su isla y Nagasaki solo por estar el día -9 de agosto- de la terrible efeméride. De nuevo, en la distancia está la conexión. Aquí quiero hacer un pequeño inciso y confesar que, en contra de lo que he leído por ahí, a mí me parece magnífica la aparición y el tono que Richard Gere le da a su personaje. Quizá en 1991 hubiera sido imposible decir esto, pero a 30 años vista la paz interior, el compromiso por los débiles y el buen sentido que destila este hombre en la actualidad quizá me influya para verle asi, o lo mismo ese Richard Gere espiritual y calmado ya era tal en 1990, pero entonces era difícil de ver. En cualquier caso a mí me ha encantado.

Y si es la distancia lo que siento como la clave de inteligibilidad de Rapsodia en agosto, es porque mientras la veía y pensaba, me ha llamado mucho la atención la elección de puesta en escena de Kurosawa, distinta a casi todo lo que de él hemos visto. Contemplamos la historia desde una distancia, como “distantes observadores”, que diría Nöel Burch. El núcleo de la película, que son las secuencias que concitan a abuela y nietos, está rodada en planos secuencia totalmente imperceptibles porque la cámara está lejos, a una distancia casi teatral, y no hay más movimiento que algún mínimo reencuadre que sea necesario. Las conversaciones, historias y recuerdos se cuentan al completo y con absoluta naturalidad por cuatro actores adolescentes y una actriz (Sachiko Murase) con 85 años y en estado de evidente decrepitud. El mismo respeto distanciado hay en las escenas que muestran los diversos rezos en el altar budista que puntúan la película, y lo mismo pasa cuando los antiguos niños de la escuela de Nagasaki llegan para hacer su ofrenda como homenaje a los que murieron en aquella mañana de agosto.

Este espacio de reverencia y reposo solo queda roto cuando irrumpe la naturaleza, ensordeciéndonos con su ruido, (la cascada del duende) llevándose nuestra mirada (las hormigas en la rosa) o, finalmente, comunicando  la locura de la abuela con su reflejo natural, que es la tormenta. El viejo Kurosawa no ha podido resistirse al golpe tempestuoso que en tantas otras películas suyas marca los clímax, resolviendo mediante nevadas, ventiscas, barrizales y tormentas que acuden a resolver con su intervención y a terminar un proceso que los humanos no parecen capaces de terminar por sí solos. Me acuerdo de Los Sueños, de Dersu Uzala, De los siete samuráis, de Rashomon… Es una norma del maestro que la naturaleza juzgue, o que al menos asista a la resolución de los dramas del pasado o las dificultades que no han podido solventar los humanos por sí solos. 

En este caso la tormenta furiosa acerca a Kane a su marido, el abuelo muerto hace 45 años, para advertirle y salvarle del peligro de la destrucción nuclear que los hombres hemos provocado y además hemos aprendido a olvidar. Los jóvenes, detrás, tropiezan torpemente, y no llegan hasta ella. Porque está en el otro lado.

PS (este artículo es una versión del publicado por mí mismo en el número de octubre de 2020 de la revista Versión Original)

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