
La casa de mi amigo está en el pueblo de al lado. Tengo que subir una cuesta y atravesar un cementerio para llegar a él. El pueblo es un laberinto miserable. Así es mi país ahora.


La casa de mi amigo está donde debo ir. Tengo dos obligaciones: la de pagar mi error, por llevarme su libreta, y la de ayudarle, porque quizá le expulsen si no puede hacer sus deberes en ella, siguiendo las amenazas del maestro.

La casa de mi amigo no hay quien la encuentre, porque nadie sabe orientarme. Pregunto a los mayores y no me escuchan o no me atienden o hablan de sus asuntos haciéndome oírlos sin querer ellos saber del mío. Y mi asunto es fundamental, porque tengo una obligación, y eso es más importante que su pasado, que sus habilidades y que sus teorías sobre como educarme, porque cumplir con ella me hará mejor, y es posible que, cuando crezca, sea mejor que ellos y sepa escuchar y comprender a otros niños que busquen casas de sus amigos.

A la casa de mi amigo me ha querido llevar, por fin, un viejo lento y cansado. Quería acompañarme y enseñarme y aunque he sido paciente y le he esperado, por su culpa he llegado tarde a mi casa, sin haber comprado el pan, como me ordenó mi madre.

Pero, por estar mis padres ya cansados a esas horas, he podido hacer entonces los deberes sin que se enfaden conmigo por no hacerlos antes. Con el paso de los años he descubierto que ese viejo era yo, que somos todos, y que anda despacio porque sabe que es inútil correr hacia lo que no sabemos donde está, si total siempre llegamos al punto de partida
La casa de mi amigo estaba lejos, pero por fin llegué a ella.

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