Un apunte sobre la filmografía de Jonathan Glazer

Los tres largometrajes que Jonathan Glazer ha realizado hasta el momento me han dejado distintos sabores de boca, pero la valoración crítica que hago de ellos en lo cinematográfico es similar. Me parece que están por debajo de lo que este director aspira a ser: un cierto tipo de renovador formal con pulso comercial, al modo de un Shyamalan, un Lanthimos, un Carlos Vermut. La facilidad para idear y componer planos sorprendentes -es lo que tiene haber empezado con videoclips- le traiciona, porque no desembocan en un estilo propio o personal, sino en que sus films resultan atractivos de ver, con momentos memorables. En el caso de Birth, por ejemplo, el plano de la carrera inicial creo que es irreprochablemente hermoso y está impecablemente realizado, y sin embargo hay falta de unidad y resolución en lo visual, como si no supiera renunciar a las ocurrencias bellas y prescindibles, pues tristemente ocurre en el arte que a veces estos dos adjetivos coinciden.

 En el apartado argumental y conceptual sus tres películas creo que sufren, por otra parte, de un mismo defecto. Parten de una situación “peculiar” que nos engancha con facilidad, para luego dedicar prácticamente todo el metraje a desenmarañar esa misma idea sin que el desarrollo narrativo parezca capaz de llenar las dos horas de rigor. Las tres películas parecen un brillante mediometraje que ha sido inflado con resultados irregulares y, esto sí, distintos en cada film. El sustrato conceptual se va volviendo más complejo sucesivamente en cada una de sus obras, que también han ido ganando en hermetismo y capacidad de evocación. Esto era previsible viendo el estilo de Glazer, y espero que resulte positivo si es capaz de continuar con sus funambulismos sobre esa cuerda tan frágil en el futuro.

Voy a hacer un breve repaso de cada una de sus películas sin destripar nada apenas, así quien no haya visto alguna de ellas puede animarse a leer sin miedo

Sexy Beast es su primer filme del año 2000, y quizá el más convencional en su planteamiento. Un butronero inglés que vive en la Costa del Sol retirado tras chuparse nueve años de cárcel y que está encantado con su vida de rico hortera, parece incapaz de negarse a un nuevo trabajo que le quieren encargar en Londres. El problema está en la personalidad del enviado para convencerle, Don Logan, histriónico personaje interpretado por un inefable Ben Kingsley que es un poco como el reverso tenebroso de Bartleby el escribiente: si el personaje del cuento de Melville se negaba a toda acción propia, el matón hortera obliga a la acción con la misma absurda -y fructífera-  insistencia. Con un planteamiento visual e incluso conceptual atractivo y poderoso, la película sin embargo, una vez presentados la situación y los personajes, parece caer en un remolino del que solo sabe salir tirando de la conclusión más comercial y esperable. 

Menos convencional y más interesante es la capacidad de Glazer para componer un retrato profundo y lleno de matices de personajes aparentemente planos. Gal Dove (el ladrón retirado en torno al cual gira la trama) es un hombre simple y sin gusto, entregado a un hedonismo ramplón, que solo aspira a flotar en su piscina tomando alcohol en la compañía de su mujer, una ex actriz porno remendada por mil operaciones estéticas y a la que quiere más que a nada en el mundo. Ella y sus amigos son igual de simples y horteras, sin embargo sus patrones de conducta, los ámbitos que habitan, sus inquietudes y ademanes, están presentados con una mezcla de minuciosidad documental y preciosismo visual que nos hacen empatizar y, si no compartir en mi caso, al menos comprender que ese bienestar de rico retirado es una meta digna y merecida por la que Gal hará bien en luchar y enfrentarse al terrible Don Logan. Esa estilización de la vida muelle, sumada a sutiles referencias culturales, como al mito de Sísifo en la primera escena de la película, enriquece un film con planteamiento argumental de thriller mediocre que deja sin embargo gusto dulzón y buen recuerdo.

Su segunda película, Birth (Reencarnación es su desacertado título en España) nos propone  un logline abracadabrante, uno de esos argumentos que cuando uno los lee no sabe si lanzarse a ver la película sin demora o alejarla con un palo. Sean es el marido de Anna (Nicole Kidman) y muere. Años después, tras la fiesta en la que Anna anuncia su compromiso con otro hombre, aparece un niño de diez años llamado Sean que dice que él es realmente su marido muerto y que renuncie al nuevo matrimonio. Tras las lógicas comprobaciones, al tiempo que la historia del pequeño Sean va tomando sentido Anna es incapaz de reprimir el amor que rebrota en ella por él.  Como decía, el argumento promete al espectador tanto escenas interesantes como momentos sonrojantes. Y algo de las dos cosas hay.

Igual que ocurría con Sexy Beast, lo que creo que mejor consigue Glazer es presentar a personajes que en realidad son modelos de una determinada clase social. En este caso Anna y su familia (“matriarcada” por la inolvidable Lauren Bacall) forman parte de burguesía neoyorquina y sus contextos y ritos son los que construyen a las personas individuales: los conciertos en casa, la contención de las emociones, la corrección política y esa inquietante amabilidad con la gente de clases sociales inferiores (caso de la familia del niño Sean) y, en fin, una distancia emocional hacia todas las cosas son los caracteres y todo lo que sabemos que Anne posee. De hecho, nada se nos cuenta de su pasado ni de su relación con Sean para presentarla. Sus ademanes impávidos, su forma sobria de vivir y relacionarse y su apatía personal parecen ser una parte más del mobiliario de su apartamento, y algo parecido ocurre con su prometido Joseph. 

Una vez planteada la cuestión crucial, esto es, la reencarnación de Sean en un niño rarito, la película, como decimos que es común en la obra de Gazer, parece detenerse y entra en un tramo medio cansino y repetitivo. Quizá la culpa de esto está en los diálogos. Hay un empeño en Birth y en Sexy Beast de que la información hablada sea la justa. No hay subtramas ni anecdotario paralelo, incluso hay escenas enteras dedicadas a que un personaje repita a otro lo que llevamos viendo media hora de forma además calmada pero muy sintética. La apuesta de Glazer por el ambiente y lo visual da lugar a una película descompensada. En efecto, que se confíe en la puesta en escena para generar estados de ánimo e impresiones estéticas no puede completarse con un vaciamiento del componente narrativo, porque entonces el espectador que no sea receptivo, o que no sepa hilar fino, o que simplemente vea la película “en diagonal”, como hacemos ahora tantas cosas, sentirá la falta de algún asidero que le deje seguir aferrado a una historia tan rocambolesca. Algo de esto le ocurría -además son comparables por su atmósfera- a Eyes Wide Shut, la obra postrera de Kubrick y para mí la menos valiosa de su filmografía. No me refiero, entiéndase, a que en una película que quiere hablar con imágenes deban hablarse muchas cosas para que la gente se entere y se quede tranquila, ojo, porque entonces a ver qué pasa con el maestro Erice, por poner un ejemplo. Defiendo que el cine es evocación antes casi que acción. Me refiero a que la elección de lo que se dice y de lo que no se dice debe estar especialmente cuidada. En el caso de Glazer el problema de los diálogos es que sobran algunos de los que hay y faltan otros que podrían enriquecer.

Quizá sea debido a este motivo, entre otros, que en filmaffinity la película tenga una nota tan baja, un desconcertante 5. Probablemente también influyen sus momentos “inquietantes” en los que se fragua la relación entre Anne y el pequeño Sean, que incluye alguna escena protoerótica arriesgada pero elegantemente resuelta, en todo caso, como el baño que ambos se dan juntos y que algo daría que hablar en el momento del estreno -no la vi entonces- pero que, realmente, no creo que merezca mayor comentario. Hay gente que juzga las películas desde la moralidad y denosta lo que le escandaliza aunque sea ficción. No es mi caso.

Y es que lo más destacable de Birth no es lo relacionado con la anécdota amatoria entre la mujer madura y el crío, sino la conclusión final de la película. Las preguntas quedan en el aire, y eso es bueno… ¿De qué nos enamoramos realmente cuando amamos a alguien? ¿Qué ladrillos amurallan nuestra identidad? Ese tipo de cosas. Viendo la película no he podido evitar pensar en El sacrificio de un ciervo sagrado de Yorgos Lanthimos, más arriba mencionado. Aunque es posterior yo la vi antes que Birth, y creo que son dos films muy comparables; quizá la del director griego sea una especie de perfeccionamiento de la de Glazer -no digo que consciente y buscado, claro- pero, aunque superior en muchos aspectos a Birth, creo que esta, con sus defectos, es más franca en su propuesta, menos alambicada y, en el fondo, más profunda en su poso.

Hasta el próximo estreno de una historia sin título aún, que al parecer nos llevará a los campos de exterminio nazis, el tercero y último largometraje de Glazer hasta ahora es Under your skin. Estrenada en 2013, por motivos supongo que crematísticos en España no ha sido estrenada hasta el 2020 de la pandemia, desde cuyo comienzo los cines se han llenado de productos de saldo y reposiciones en espera de que las salas vuelvan a ocuparse como antes.

El argumento es el que sigue: una extraterrestre adopta la forma de Scarlett Johanson y se pasea por Glasgow buscando a hombres sin ataduras familiares a los que rapta y hace desaparecer ya veremos por qué. En su misión no está sola, hay otros aliens que van en moto y se encargan de recoger restos incriminatorios. 

Por cierto que el coprotagonista silencioso de la película es nada más y nada menos que Jeremy McWilliams, o “el simpático piloto irlandés”, como decía el añorado Valentín Requena en las retransmisiones de motociclismo de los años de cambio de siglo a las que tan adepto fui. Fue pues un piloto profesional de motociclismo en las categorías de 250, 500 y Motogp, y desde luego borda su papel en la película, que es ir en moto de aquí para allá. El hecho de que no sea un actor profesional no es baladí; Glazer ha querido dar a la película un aire semidocumental. En numerosos momentos no sabemos si lo que vemos está ficcionado o rodado con cámara oculta, por ejemplo en el paseo de Johansson por el centro comercial, o la gente que hay por la calle, incluidas sus potenciales víctimas, en sus paseos de acecho. He visto al director en una entrevista promocional hablar de Bresson, y algo de eso hay, pero Under Skin es otra cosa. Otra cosa por debajo, vaya.

Con ocasión de su reciente estreno se han escrito varias y jugosas recensiones en la red sobre ella a las que poco tengo que añadir. De hecho no voy a contar nada más primero porque estoy en contra de emporcar el universo con información redundante y segundo porque, sinceramente, no sabría decir nada más ni mejor que lo que cuenta mi admirado Críticoabúlico, como siempre certero y acertado. Lean su crítica de Under your Skin. Coincido con él en todo lo que dice, quizá añadiría algo sobre el tema de la identidad personal, que es otra de las ventanas conceptuales que quiere abrirnos Glazer; otra de muchas por cierto, quizá demasiadas. La historia de esta alien vestida de otros en el fondo no es más que un típico proceso de construcción personal al modo de los chavales de las películas de Spielberg. Un ser vacío y apático en este caso que reconoce su papel en el mundo -nunca mejor dicho- al ir empatizando con los otros y conociendo su realidad. Como esto no es una película de Spielberg lo que resulta al final es que esa identidad no la conduce hasta el tesoro transformador. En esta versión más cruda de la vida ese nuevo yo, más rico y más humano, no sirve a la alien de traje ni de piel para habitar entre otros más pobres de espíritu y más inhumanos que ella misma, lo que ya es decir en este caso.

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