
Salim Shaheen es un popularísimo director de cine Afgano de serie Z. Sonia Kronlund se ha ido allí a hacer un documental sobre el rodaje de su película nº111. Esto se plantea, pues, como otro documental sobre un cineasta mediocre que se dedica a contar su anecdotario gastado y fantabuloso mientras asistimos a muchos momentos lamentables que provocan vergüenza ajena propiciados por su personalidad entre exuberante y ridícula y las circunstancias estrafalarias y depauperadas que sirven de escenario a su vida y sus producciones. Su troupe es de risa: está una muchacha que baila y aporta el picante y la sensualidad vigilada por su inquietante padre ubicuo. Está el actor-locaza que lo mismo aporta carcajeo con su amaneramiento simpatiquísimo que disfruta de lo lindo travestido para interpretar a madres dolientes, al modo de aquellos Julietos isabelinos y de aquellos onnagatas del kabuki. Luego están los malencarados hijos de Salim, parece que obligados por su padre a actuar y manejar la cámara y también un inquietante señor de gafas oscuras que dice ser el guionista porque Salim tiene las ideas pero apenas sabe leer y escribir.
Hay muchos documentales dedicados al cine cutre que constituyen un subgénero goloso porque juegan a dos bandas: por un lado explotan la gracia que tiene ver a la precariedad en marcha y, por otro, muestran los entresijos de la industria, o mejor sería decir de estos pequeños negociados que son las producciones de saldo. Por eso siempre pico y me los veo de vez en cuando para echar el rato, pero con Nothingwood aparte de divertirme con las peripecias del metacutrecine, tengo que decir que he pensado y sentido más cosas, que es lo que vengo a anotar.
Nada más empezar la película hay un momento que me clavó en el asiento y me despertó el corazón. Son unos planos del público -unos jóvenes afganos- fascinados y absolutamente inmersos en las lamentables hazañas de su ídolo Salim, que ya está entrado en años y sobre todo en canes, y más que un héroe salvífico parece una albóndiga que se ha caído del plato y va rodando de aquí para allá pringándolo todo. Se me encendió un piloto: ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI, visto lo visto, se pueda vivir aún así el cine? En esos muchachotes recios habitaba el mismo espíritu que Val del Omar fotografiara en el rostro de los niños que descubrían el cine por primera vez en las Misiones Pedagógicas. Ese espíritu quizá sea el de la colmena que Erice, en homenaje a Val del Omar, también quiso plasmar.
Lamento de forma leve pero muy firme no poder sentir ya eso. No temer ya que me atropelle el tren de sombras, quizá no haberlo temido nunca, siquiera de niño. ¿Qué juicio podemos hacer de un cine que no vemos como se vio, o que nos es imposible sentir como sienten esos muchachos afganos dentro de sí, removidos totalmente, las andanzas torpes de su héroe-albóndiga? En fin, creo que todos los que miramos al cine de antes o al cine de lejos nos hemos preguntado por esto mismo, la pregunta es tan poco original como antigua. Además es una pregunta sin respuesta, porque solo planteársela es enredarnos con el tiempo y la Historia de forma inútil.
Además de esta inquietud que dejo colgando como la ropa limpia cuelga de los tendales de Ozu, invitando a la reflexión, hay otro hallazgo en Nothingwood -además de su título, que me parece sublime- que la hace valiosa e interesante y que, en definitiva, es el objetivo final -y logrado- de su directora. Me refiero a que este documental no cuenta quién es Salim Shaheen, sino qué es Afganistán, o mejor dicho, quiénes son Afganistán.
El carácter payasesco y ególatra de Salim es, aparte del aparente leitmotiv narrativo, una llave que abre todas las puertas y que despeja el camino para que los habitantes de este pobre país machacado por mil guerras se abran y se muestren tal y como son, sin las reticencias que tendrían hacia una mujer occidental que viniera a preguntar por lo suyo. Shalim abre las puertas del corazón de todos porque es admirado por todos, y es a él, respondiendo a sus chistes malos, colaborando en sus producciones y aplaudiendo en sus rodajes, a quien dicen lo que piensan, con quien son como son, a quien confesarían cualquier pecado del pasado. Los soldados le prestan sus armas, el padre le presta a su hija, el talibán se juega el pescuezo por llevar sus películas en el móvil… Hasta los coches parecen averiarse a su paso para darle la oportunidad de erigirse en superhéroe de bolsillo antes de seguir con su improvisado plan de rodaje de su película nº111 que, a fin de cuentas, es lo que menos importa del documental.
Con esa naturalidad que su campechanismo produce en los demás vemos el presente miserable de Afganistán y comprendemos la honesta dignidad de sus hombres. Porque a sus mujeres apenas las veremos. Salim nos presenta a sus 8 hijos pero nos hurta la visión de sus 2 esposas y de sus 6 hijas. El machismo de plomo de esa sociedad está tan presente como ausentes están las mujeres y sus opiniones de casi todo el metraje. Sin embargo alguna escena en la que se juguetea con un burka o en la que se bromea sobre el sexo matrimonial nos ayuda a ver qué perspectiva hay allí de ese tema y a profundizar algo en la complejidad de una cultura vapuleada por el radicalismo, la pobreza y la muerte.
Me encontré Nothingwood por casualidad enredando en filmin. No me sonaba de nada y su testimonial número de votos en filmaffinity me dice que pasó muy desapercibida al menos por aquí. Es una pena, porque aunque su planteamiento digamos cinematográfico no es nada original, y esta es sin duda su mayor tara y no menor, creo que es un documental con mayúsculas porque muestra, documenta y además divierte.


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Hola tocayo:
No la he visto pero, mutatis mutandis, yo sería parte de la chavalada embelesada, la directora se apellidaría Marshall y la troupe sería una folclórica, su madre, el paleto, etc («curiosamente» muchos estereotipos pero ningún «actor-locaza»). Por aquellas fechas un actor principal equivalente a Salim bien podría ser Martinez Soria (sólo hizo doce, creo, pero las pasaban tantas veces que la siguiente ya sería la ciento once ¡seguro!).
Un saludo, Manuel.
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¡Ay tocayo!
lo que más lamento yo es ser un cinéfilo de estirpe televisiva y por lo tanto no haber sido parte de esa muchachada. Haber empezado a ir al cine ya mayor, tras ver cientos de películas en la tele, a 3 metros de 22 pulgadas Sanyo.
Así no se abren los ojos igual.
Un saludo, Manuel
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