(Publicado originalmente en el nº 295 de septiembre de 2020 de la revista Versión Original, dedicado a las distopías)
Minuto 71: un señor sale de su refugio antinuclear casero -que es el mismo de los tornados, pero con radio- y la voz en off le pregunta: “si sale usted de su refugio y descubre tras 8 o 10 días que la mitad o los tres cuartos de Los Ángeles ha sido destruido… ¿Cómo podría seguir viviendo?” “Bueno, debemos reconocer -contesta el refugiado in pectore– que si medio LA está destruida entonces habrá muerto el 80 o 90 por ciento de la población, por lo que habrá menos bocas que alimentar y los supervivientes tendrán más agua y alimentos que repartirse” Este breve diálogo podría resumir la profundidad intelectual que la propaganda “atómica” de los años 40 y 50 presumía en la clase media norteamericana a la que iba dirigida. The Atomic Cafe (Jayne Loader, Kevin Rafferty, Pierce Rafferty, 1982) es un testimonio en forma de puzzle documental sobre esa propaganda y esa época.

En la línea de los documentalistas soviéticos constructivistas y con la inspiración del corto experimental A movie (Bruce Conner, 1958) Jayne Loader y los hermanos Rafferty invirtieron cinco años en recopilar material de acceso público en su mayor parte: propaganda y archivos militares, noticieros cinematográficos y publicidad, principalmente, relacionados con la era atómica. A esto añadieron emisiones de radio de la época y simpáticas canciones populares sobre el asunto. Una vez reunido todo tomaron la decisión de presentarlo sin ningún tipo de voz en off o texto descriptivo, más allá de unas líneas al comienzo de la película. La magia del montaje hizo lo demás. Es un documental hecho, pues, de retazos del pasado reciente.
El resultado, sin embargo, no es un reporte documentado sobre esas décadas. Ni tan siquiera es un material -el conjunto de la película- con valor documental digamos “histórico”. Esto se debe a que lo que presenta The Atomic Cafe no es esa circunstancia histórica, no es un retazo de vida, sino un collage de representaciones interesadas. Lo único verídico y objetivo del film son las explosiones nucleares que vemos en todo su esplendor, así como sus consecuencias devastadoras. Todo lo demás son constructos propagandísticos o publicitarios que en su momento tenían la finalidad de desdramatizar los peligros de la radiación, por ejemplo, o vender refugios caseros, o sacar punta al odio hacia el enemigo comunista en plena guerra fría. Por lo tanto, lo que hace interesante y muy disfrutable esta película es que del conjunto de todos esos pedazos de falsedad en el marco de la destrucción absoluta pasada, posible o futura lo que sale es una imagen del mundo deformada y ridícula que causa risa y pavor al mismo tiempo.
En buena parte de The Atomic Cafe queda expuesta una suerte de distopía utópica. Me explico: el posible holocausto nuclear de una guerra total con bombas H se vendía al público norteamericano con los mecanismos habituales que se usan para otros productos de consumo. Es decir, como por su espectacularidad y presencia en el imaginario de la época la destrucción atómica era interesante, era también, por lo tanto, consumible. Y asistimos entonces a este fenómeno paradójico que es convencernos de lo malo convirtiéndolo en deseable, bueno o conveniente. Como estamos en la época mágica del capitalismo de consumo, no hay otro medio más adecuado que vender la bomba H como se vende un coche, o mejor aún, demoler u obviar sus connotaciones negativas, y añadir su imaginería -el hongo nuclear o el magnetismo del vocablo “Atomic”- a otros productos en venta. Se conjugan así las dos fuerzas que con mayor potencia mueven a la voluntad desinformada: miedo y deseo.

El mundo atómico, pues, es un mundo posterior al presente, pero no peor. No solo los recursos se multiplicarán, como decía el señor de arriba, sino que podremos tener “trece mujeres por cada hombre”, como proclama la canción que le seguía. También será un mundo reconstruido sobre las cenizas del enemigo comunista, por lo que triunfará el derecho a tener “una casa, un coche y una vaca”, en palabras de la amable tonada que con tanta chispa glosa el liberalismo fetén. Es el culmen del consumismo: un mundo de supervivientes a los que el inesperado aumento de los recursos materiales, la desaparición del enemigo y la guerra y el fastuoso horizonte de disponer de una energía inagotable -ponga usted “Ford Nucleon” en google- permite transformar el planeta completo para la producción de material de consumo.
Esta distopía atómica no es el futuro, sino un presente inmediato, lo podremos disfrutar mañana mismo. Para sobrevivir al incómodo holocausto con mejor suerte que los cerdos destripados del desierto de Nevada -estampa de uso interno para el ejército, claro- o esos niños mugrientos y quejicas de Hiroshima -¡con qué mimo son atendidos por los nuevos amigos yanquis!- conviene tener presente unas sencillas reglas. Si ve un fogonazo, tápese con algo: con la mesa sobre la que estudia, con el tapete del picnic, con su hermana… Si finalmente la guerra total estalla y ha estado usted listo y se ha hecho un refugio al que ha llevado un rifle para reventar al vecino aprovechado, que pide asilo por clemencia, no se preocupe por los daños morales y la ansiedad. Bastará con llevarse 100 pastillas tranquilizantes e ir dosificándolas hasta la vuelta al mundo mejor que viene después, todo para usted.
La película bascula entre esta chamarilería simpática del consumismo atómico y la propaganda política. Escalofría comprobar la poca seriedad con la que los mismísimos POTUS, como se dice ahora, afrontaban los momentos críticos de la guerra fría. Personalidades mediocres y discursos que el tiempo ha ido desmontando que eran la única guía conocida en la senda oscura del mundo occidental de entonces, que pudo acabar mañana.
Porque el miedo nuclear fue un fenómeno absolutamente original, que dio lugar a respuestas absolutamente diversas. Por primera vez se tomó conciencia de que el fin de los tiempos está en nuestras manos, y ello a pocos años de haber soportado la confrontación más destructiva de la historia de la humanidad, que precisamente dos bombas nucleares clausuraron. No es de extrañar que la reacción a este hecho intelectualmente insoportable fuera tan variopinta y pintoresca. Quiero recordar aquí, por ejemplo, una película de Akira Kurosawa: Crónica de un ser vivo (1955) en la que un viejo cascarrabias, El Sr. Nakajima, interpretado por un joven Toshiro Mifune, se empeña en abandonar Japón e ir a Brasil con su familia y los empleados de la empresa por miedo a las consecuencias de las pruebas atómicas o a una eventual guerra nuclear. Finalmente se le declara inútil, porque su miedo no se corresponde con los intereses familiares. Él se desgarra y enloquece. El Japón de 1955 quiere olvidar lo que sufrió en 1945. Por cierto que las noticias que conducen al Sr. Nakajima a tomar su extraña decisión son las que se nos cuentan en The Atomic Cafe en riguroso falso directo: la destrucción del atolón Bikini, la muerte por radiación de los marineros de un atunero Japonés que por allí navegaba y la posterior contaminación de muchas partidas de pescado y otros productos a causa de la lluvia ácida y la radiación provocada por las pruebas. Y esto mismo os puede sonar, queridos lectores, a la base argumental del primer Godzilla (Ishiro Honda, 1954) que no es sino otra distopía, en este caso espectacular y desgarradora para el público nipón de su época, porque había sido profusamente bombardeado 10 años antes. Este Godzilla, que para nosotros hoy en día es una peli naif y simpática, para ellos suponía una remembranza insoportable de lo sufrido muy poco antes. Solo así se entiende el breve plano de una mujer que protege a sus tres niños de la visión del monstruo que está a punto de aplastarlos y sus palabras inauditas: “tranquilos hijos, alegraos porque en unos momentos estaremos con vuestro padre”
Así podemos especular que era el mundo de hace 70 años: un constructo enmarañado por los relatos ininteligibles entre sí de los vencedores, los derrotados, los ajenos a todo y los aprovechados de la reconstrucción. Un mundo que se obligó a sí mismo a restañar las heridas, repensar la utilidad de la violencia y volver a empezar, en definitiva. Pero como fue un mundo lleno de interesados y mediocres, lo mismo que el nuestro, de él nos queda el rastro audiovisual de un mundo soñado lamentable y risible, lo mismo que el nuestro.
El suyo: el mundo atómico. El nuestro: la era digital.


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Hola tocayo:
No he podido dejar de pensar en las «diez diferencias/coincidencias» entre «The Atomic Café» y nuestra «Canciones para después de una guerra» (bueno, «nuestra», de Basilio Martín Patiño).
En el plano personal he podido comprobar que el efecto radioactivo es permanente: es escuchar la palabra atomic, recordar como la recitaba Blondie… y me sigo poniendo «fluorescente».
Un saludo, Manuel.
PD. El niño del cartel debe ser el papá del la famosa niña-meme de sonrisa pérfida y casa incendiada.
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Tan nuestro es Martín Patino, que hasta le has puesto Ñ, jeje. En efecto se parecen. Para mí la española es mejor y más sentida, creo, aunque hace mucho que no la veo. Pero esta tiene la cosa de que da el mismo miedo que risa provoca. Y la estupidez humana de fondo es la misma, por eso se parecen y estremecen.
El niño del cartel se ve que ya ha probado el refugio de sus colegas de la última foto, y le ha gustado y quiere más.
Saludos!
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