Siguiendo en lenta pero segura retrospectiva que iré haciendo de toda la filmografía disponible de Shimizu Hiroshi, hoy toca hablar de un film menor en su trayectoria pero que, como todos, lleva su impronta personal y tiene no poco de curioso y memorable.
La historia es sencilla. En el populoso y comercial barrio de Ginza -verdadero protagonista del film- una simpática niña de 5 años se pierde de la mano de su madre y un amable hombre-anuncio, en comandita con una joven limpiabotas y algún que otro personaje habitual de la zona viven enredosas peripecias para solucionar el entuerto. En paralelo a todo esto asistimos por supuesto a la búsqueda de la niña por parte de su madre. Ya les adelanto que la niña no será devorada por Godzilla, no teman.

El extravío de la pequeña, con giro melodramático -un tanto artificioso- incluído al final del film, no es más que una excusa para mostrarnos el trajín de personas que vienen y van, se divierten, compran o simplemente pasean por las calles del centro de Tokyo, mirando precios desorbitados y a seres de casi todo pelaje. Son estos tipos humanos los que quiere retratar Shimizu, como ya hiciera con los pasajeros del autobús conducido por el amable Arigatou San (Sr. gracias) muchos años antes. Está la empobrecida clase que viene al centro a babear por productos que no puede permitirse y que se gasta sus pocos yenes en las carísimas cafeterías. Está la fauna callejera de vendedores, hombres-anuncio, adivinos lampantes que no tiene para tabaco, chicas de compañía al asalto de empleados ociosos, serviciales vendedores… Y están los lugares en los que el consumismo se abre paso en estos primeros años de recuperación y despegue hacia el milagro económico de las siguientes décadas. El fastuoso centro comercial, la academia de inglés enfocada a las geishas, los teatros de variedades y mucho más. El día y la noche de un barrio que parece un mundo aparte, en el que nadie parece vivir, pero por el que nadie deja de pasar.

Shimizu es un director de exteriores, en especial disfruta rodando exteriores naturales con la cámara montada suponemos que en una camioneta, haciendo camino en interminables travellings frontales de acompañamiento. Aunque la ciudad no sea su medio favorito, el tratamiento visual de la película consiste igualmente en una sucesión constante de estos planos en movimiento que por cierto casan muy bien con la disposición urbanística del barrio, y permiten que, al menos en quienes no estamos familiarizados con él, atendamos a la historia del extravío de la niña con mayor interés, pues parece que en cualquier momento pueden cruzarse madre e hija, según la narrativa visual que desplaza a la verdad geográfica, despistándonos. Estos largos travellings, que quizá supongan la mitad del metraje, tienen un aire de improvisación que por lo visto refleja la forma de trabajar de Shimizu, que iba creando las películas un poco según se le iba ocurriendo, sobre la marcha, como afirman quienes trabajaron con él. De hecho todos los planos exteriores, siendo muchos, uno tiene la sensación de que se han rodado en un par de días, y me jugaría un sugus a que no voy desencaminado. Esa pátina apresurada que acerca un poco este cine al neorrealismo o al documental es una seña de identidad de la obra de Shimizu. En la mayoría de las ocasiones creo que la beneficia, porque conviene mucho a la sencillez de sus historias y sus protagonistas (en especial si son niños) pero en un contexto más complejo y sofisticado, como las calles de Ginza, quizá reste valor a la obra final.
Este estilo en exceso improvisado, unido a hilo argumental poco trabajado, con giro dramático final extraño y sopetonesco, hacen que quizá no se encuentre este “Retrato de Tokio”, que podría llamarse en castellano, entre las obras mayores del maestro, pero bien merece una visita, como la debió merecer ese simpático club latino que aparece en ella, donde la salsa suena a ojos rasgados. Y que dura hora y poco.


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Hola tocayo
Soy muy fan de este tipo de películas que tienen el valor añadido de: «un paseo por …». Siendo superficial se podría destacar, sólo con mirar los fotogramas, con que velocidad se «occidentalizó» Japón: tenemos un representante del «chic» francés con su canotier, su pajarita y blazer oscuro y ropa clara; tenemos una Av. Annex que, salvo por unas letras delatoras, podría ser escenario de West Side Story, con una «perfecta azafata» de añadido y dos «girl scouts» tomando un batido. Ocho años habían pasado desde su derrota.
Supongo que a varias generaciones cuando se nos habla de pelis con infantes perdidos en nuestras cabecitas suena: ¡¡Chenchooooo, Chenchoo!! (por si hiciera falta, «la gran familia», 1962)
Un saludo, Manuel.
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Querido tocayo,
no me mientes lo de Chencho que me pongo malo, pues resulta que con apenas 6 o 7 años lo viví en mis propias carnecitas en la Feria de Muestras de Don Benito, que me despisté un segundo de mis padres y lo siguiente que recuerdo es asfixiarme por el llanto y notar que para entretenerme la espera me habían llenado la pechera del jerselito de pegatinas promocionales de abonos, semillas y alguna que otra marca foránea de maquinaria agrícola que, infructuosamente, procuraba hacerse hueco en el mercado español . Total, que cuando vi La Gran Familia no mucho después me llevé la primera gran llorera de mi trayectoria como espectador, y no han sido muchas, y desde luego ninguna con ese nivel de angustia.
Sobre la peli que nos ocupa, pues es muy simpático todo ese aparato occidentalizador que presenta, pero ten presente que tampoco era nuevo en Japón. En los años 20, antes del imperialismo chungo, tuvieron ya una buena oleada de todo esto. Por ejemplo Ozu, tan japonés él, vestía en esa época muy dandy, a la occidental, con sombreros y trajes cuyo nombre desconozco, y de hecho firmaba los guiones con un nombre en pseudo inglés que ahora mismo no recuerdo.
Un abrazo perdido
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