(Artículo publicado originalmente en la revista Versión Original, en el nº 299 de enero de 2021 dedicado al turismo)
Qué inútil se siente uno al querer decir algo sobre Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) porque es una película que todos hemos visto y de la que todo se ha escrito a estas alturas. Ya se sabe que fue un bombazo en taquilla y que inauguró una nueva época en la historia del cine, con su target adolescente y su merchandising anejo. Que su rodaje fue un infierno porque los tiburones mecánicos se escacharraron en la mar salada, lo que obligó a agudizar el ingenio de Spielberg y su equipo para generar tensión sin que le veamos la mandíbula al escualo de marras hasta el minuto 84. Que no poco avezados exégetas han querido ver en al figura del monstruo depredador un remedo del Leviatán bíblico o de la Moby Dick de Melville, cosa lógica y evidente, pero hubo quien quiso ver en el “gran blanco” un trasunto del presidente Nixon (¡) destronado tras el caso Watergate poco antes del rodaje. Según esta peculiar hipótesis los tres héroes del film simbolizan a las instituciones y personas que forzaron la dimisión del presidente; hablamos de Quint (Robert Shaw), el viejo pescador con heridas de guerra lleno de pasión y experiencia, Hooper (Richard Dreyfuss), el entusiasta experto armado de conocimiento y tecnología, y finalmente Brody (Roy Scheider), el apocado policía con miedo al agua que se sobrepone a todas las dificultades y a sus propias limitaciones para erigirse en David salvador contra este Goliat de siete metros y medio y cara de pocos amigos. En fin, que todo está dicho sobre Tiburón.

Tampoco es novedoso hablar de la fórmula que hizo triunfar al film y de sus ingredientes: un lenguaje visual narrativo portentoso y meticulosamente estudiado a la vez que invisible para el ojo acrítico sumado a la historia más fecunda y tradicional que existe: la del héroe incomprendido que se enfrenta al mal para liberar a los suyos. Y además, para completar la receta del éxito, el aderezo que considero más interesante y que es al que quiero dedicar las siguientes líneas: que el magnetismo de la película y quizá su truco mejor concebido es haber sabido remover miedos instintivos y atávicas inseguridades que, como el núcleo candente y viscoso de la tierra, están en lo profundo de todos nosotros, genéticamente marcados desde que sobrevivíamos como carroñeros de segunda hace millones de años. Nos aterra enfrentarnos a las fieras cara a cara, pero quizá no tanto como tememos a las señales de su posible presencia: lo nocturno, lo oscuro, lo silencioso o lo oculto tras el paisaje. Son estas reacciones que el instinto de supervivencia ha dejado en nosotros las que remueven al espectador de Tiburón en la oscuridad de la sala de cine. Pero a esas se les unen otras respuestas de origen quizá cultural o gregario que también se suman y contribuyen al “mal buen rato” que vale la entrada: nos satisface que el mal les ocurra a otros y no a nosotros; nos reconforta inconfesablemente que los devorados sean la más bella que nosotros, el más valiente que nosotros o el más inocente que nosotros. También ocurre que cuando pasa el peligro y deja de ser percibido directamente él mismo o sus inmediatas señales con la llegada del día y la normalidad sobrereaccionamos por contraste, y por ejemplo nos da la risa tonta o hacemos como que nada ha ocurrido. De este modo conjuramos el ridículo miedo anterior, y podemos recuperarnos para la rutina diaria, que no admite vivir en permanente estado de alarma, y que convierte los monstruos en muñecos y las muertes en números o en más muñecos que salen en pantallas y es que, en fin, la nuestra ya no es la rutina del ancestral carroñero de segunda sino la del sofisticado depredador de tercera en que ha devenido nuestra especie.

Quizá merezca la pena pararse un poco en la primera parte de la película y estudiar con algún detalle las reacciones de los habitantes de Amity, así como las de los turistas que la visitan, ante el carnívoro peligro que ha llegado a sus aguas. Puede que nos sirva para comprender mejor tanto los mecanismos que nos tienen pendientes de la acción a nosotros espectadores como, en fin, esos rasgos comunes y no siempre ejemplares que definen la conducta humana en ciertos contextos: la vaporosa rutina vacacional que nos hace bajar la guardia, esa extraña vida colectivizada que sucede en la playa, donde bañadores y toallas diluyen toda diferencia de clase o, por ejemplo, el caso de una amenaza invisible a la que tienen que hacer frente autoridades uniformadas que no visten bañador y por lo tanto parecen más responsables que los que sí lo llevan.
Sabemos que el primer ataque se produce con nocturnidad, en el mismo comienzo de la película, y a pesar de sus trágicas consecuencias solo despierta la inquietud del timorato nuevo jefe de policía, que ha llegado desde la violenta Nueva York a buscar una vida en paz. Amity es una tranquila isla vacacional en la que se abre la temporada de verano y la llegada masiva de turistas de tierra firme está prevista para la celebración del 4 de julio. Ante el peligro que señala este primer ataque nocturno la primera medida en la que piensa Brody es cerrar la playa con unos carteles hasta que se esclarezcan los hechos. Pero resulta que no hay tales carteles, a nadie se le ha ocurrido nunca, o nunca ha sucedido -aparentemente, porque luego sabremos que sí, en 1916- que la línea de los acontecimientos pasados no siga recta hasta un futuro indiscernible del ayer reciente en todo aquello que gusta y conviene: negocio con los turistas, diversión playera y armonía social. No hay carteles de “playa cerrada” porque no se preparan para lo indeseable por más que sea posible, sobre todo estando rodeados por una naturaleza masiva e ignota, el océano, del que cualquier mal puede llegar en cualquier momento y en cualquier forma. Pero en cualquier caso… Las autoridades ignoran la recomendación de Brody y la playa no se cierra. Llegan entonces los minutos quizá más memorables y obsesivamente analizados de toda la película.
Nos interesa de esta secuencia en la playa ver el tratamiento visual de la gente que está por ahí. Está filmada desde dos puntos de vista: el nuestro, que estamos pendientes de Brody y de su miedo a que haya un ataque, y por otra parte el punto de vista de Spielberg o del observador externo que casi coincide con el que tiene el mismo Brody. La cámara se fija y atiende solo a las personas y al perro que están en el agua. Fuera de ella solo Brody y la madre del niño que va a morir son focos de atención. El resto de la gente que permanece en la arena son una masa informe de personas sin rostro que, como animales a las puertas del matadero, emiten sonidos difusos e irrelevantes. Son un grupo indiferenciado de turistas que solo empiezan a importar, es decir, merecen ser tenidos en cuenta, cuando penetran en el agua, donde el peligro acecha. Esa irrelevancia de la masa, filmada casi con apresuramiento amateur, contrasta con el sofisticado tratamiento del expectante Brody, que culmina con el famoso travelling compensado de su rostro horrorizado ante el peligro desvelado en forma de segundo ataque a la vista de todos.

Tras esta segunda muerte cunde el pánico y un particular estado de alarma se cierne sobre Amity, que ahora sí coloca carteles de “playa cerrada”. No obstante, a partir de entonces todos los esfuerzos de las autoridades irán encaminados a exorcizar el peligro que representa el tiburón conformándose con la caza de un improbable ejemplar común y corriente al que adjudican los ataques y forzando a Brody a tener que buscarse la vida con la ayuda de Quint y Hooper. Las autoridades minimizan el peligro y ceden a la presión social. A pesar de las noticias y los reportajes televisivos que informan de los ataques llegan para el 4 de julio las esperadas hordas de turistas. Suena a su llegada, por cierto, un rag de Scott Joplin que ya oímos en El golpe (The Sting, 1973) no sé si en homenaje velado al genial Robert Shaw o como burla sibilina a todos estos panolis continentales que han sido engatusados por las tretas de la oficialidad, embobados por su propias tendencias al sagrado disfrute y al pronto olvido, que pueden mucho más que el fantástico tiburón de las noticias de antesdeayer, convertido ya en souvenir y videojuego, y por ello comercializable y nunca más temible.
Así pues, a esa primera oleada de muertes le sigue el rápido olvido y el deseo de pasar página. El ocio y el negocio deben continuar en la isla, y hay que dejar atrás lo anómalo para volver a la antigua normalidad del consumo y del disfrute. Sin embargo otra muerte estruendosa que sucede a “las afueras” de la playa, donde no van los turistas, es suficiente para que termine la fiesta. Pero es así porque tiene lugar justo a la vez que una estúpida broma que ha alarmado y sacado a todos de la playa -y puesto en ridículo a Brody ante las autoridades, una vez más- y es el mismo e inmediato miedo a morir depredados, que acaban de sufrir los bañistas, lo que hace inevitable aceptar el peligro cuando ven la sangre y oyen los gritos de quien ha sido realmente devorado en su misma presencia.

Así somos: sólo tememos a lo que nos roza en la oscuridad o vemos a plena luz del día o nos muerde o nos infecta. No basta con saber en abstracto del peligro para que actuemos y renunciemos a nuestras rutinas y caprichos. Si no sufrimos no aprendemos, y es por eso que las playas no se cierran, y es por eso que Tiburón fue un taquillazo. Un inquietante plano abre la segunda parte de la película: en suave travelling de avance nos acercamos a las compuertas que dan paso a mar abierto, y las atravesamos. Lo que queda ahora es enfrentarse a la inmensidad y a su monstruoso habitante sumergido. Solo tras derrotarlo tendremos derecho a volver a las playas ahora cerradas y, ojalá que con la lección aprendida, abrirlas de nuevo y poder olvidar y tirar los carteles.


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Hola tocayo
Acabando el año me llevas a mi adolescencia ¡Qué malo es esto de hacer recuento!
Recuerdo que se hablaba mucho de un «joven director» que parecía destinado a cambiar el mundo del cine y nosotros, paletos sin remedio, lo que íbamos a ver era una de «McCloud (Dennis Weaver)» resultó que el personaje era totalmente opuesto a «nuestro detective», además era el único interprete en la peli -aparte de un coche y un camión-, que la sala estuviese desierta tampoco ayudaba. La siguiente aportación del mismo director ya contó con toda la fuerza de las dos industrias -la cinematográfica y la propagandística- y se cumplió la profecía: ese director cambió la historia del cine.
Has hecho un buen análisis pero sigo dejando hablar a mi yo adolescente. La peli tocaba todos los palos que podrían llamar al público a la sala y uno, no menor, es el erotismo; recuerda que el cartel era la chica nadando y la mandíbula «ascendiendo». Un recuerdito para Susan Backlinie «famosisissíma» por hacer dos veces el mismo papel; repetía acción en la muy tronchante y un poco olvidada «1941» del mismo director.
Un saludo, Manuel.
¡Que el año de «los tres patitos», 2022, nos traiga muchas emociones y todas buenas!
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Vaya, no sabía yo que El diablo sobre ruedas se hubiera estrenado en cine aquí en la España de andar por casa. Mi idea es que había llegado mucho después del éxito del Spielberg en reposición o directamente a vídeo. Y más teniendo en cuenta que el coche era rojo y su matrícula PCE.
Es verdad lo del enfoque erótico-interruptus, pero también pasa que el que fuera a verla por eso se llevaría un chasco en sus partes (no diré una dentellada) y no miro a nadie.
¡Muy feliz año tocayo!
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