
Poco se sabe con certeza del verdadero Joaquín Murrieta, y es una figura rodeada de cierta polémica. La banda que lideró entre 1848 y 1853, cuando lo mataron a los 24 años de edad, sembró el terror por territorios que acababan de pasar a formar parte de los EEUU, a quien México se los había “cedido”. Él y sus hombres eran mexicanos de nacimiento que empezaban a sufrir el acoso y el racismo por parte de los gringos que llegaron por aquel entonces a colonizar el nuevo suroeste de su país y que se prestaron a desplazar o eliminar a estos mexicanos como venían haciendo con las tribus nativas. La idea de que la actividad delictiva de Murrieta fuera una suerte de reacción a ese acoso ha contribuido a romantizar su figura y a que proliferen multitud de historias sobre él, casi todas inventadas o indemostrables. La película de Wellman que traemos hoy (que él quería llamar Joaquín Murrieta, pero se estrenó como Robin Hood of El Dorado) aunque advierte al principio con unos carteles de estas dudas sobre su figura, toma partido por el más increíblemente tosco de los blanqueamientos de un criminal que yo recuerde, aunque esa brutal ingenuidad, aparte de servir por supuesto para construir un héroe atractivo para la audiencia, sirve para reforzar la carga ideológica del film, de la que luego hablaremos. Murrieta fue asesinado unos dicen que en un encuentro con unos Rangers (cuerpo policial creado para atrapar a su banda, un saludo a Chuck Norris) y según otros le disparó uno de sus secuaces por la espalda. Después le cortaron la cabeza, la metieron en un jarro lleno de brandy y la exhibieron por toda California, aunque también hay dudas de que fuera realmente suya, e incluso de que llegara a ser asesinado. Hace poco se estrenó una serie, La cabeza de Joaquín Murrieta, que no he visto y que supongo que habrá adoptado un enfoque más realista que esta frenética fábula wellmaniana.

Joaquín Murrieta es una de esas pelis que empiezas enarcando la ceja en muchos momentos, por lo increíble, irracional y rápidamente que todo sucede, pero la terminas asintiendo con la cabeza, admirado por la tremenda energía que Wellman supo imprimirle. Sobre todo en su primera mitad creo que es el film con más densidad narrativa que jamás he visto. La gran cantidad de cosas que ocurren, personajes que se presentan, desarrollan y culminan -muchos muertos- en unos segundos y la acumulación de peripecias, es tan brutal, tan atosigante, que hacen parecer a Howard Hawks un precedente con chispa de Apichatpong Weerasethakul. La historia no la cuento en detalle, porque necesitaría seis folios, pero básicamente Joaquín es un peón industrioso y feliz que por un malentendido se ve obligado a salir de la finca y buscarse la vida con su amada Rosita y su madre ciega. En el terreno que compra y trabaja resulta que hay una veta de oro, así que unos mineros anglos le acosan para que se marche, y finalmente abusan y matan a su mujer. Me salto varias subtramas y peripecias, pero el caso es que al final se ve obligado contra su voluntad, porque es un buenazo, a liderar una especie banda criminal por las mañanas y comuna hippie por las tardes y noches donde viven en arcádica armonía los cuatreros con sus hermosas mujeres siempre prestas al cante y el baile. Bueno, el caso es que las actividades delictivas del grupo se vuelven insoportables tanto para los anglos como para los demás mexicanos pacíficos, así que se forma una partida para acabar con estos prehippies asesinos y con el mismo Murrieta.

Lo de la densidad narrativa, como decía, alcanza cotas delirantes. Por ejemplo, para resolver el hecho de que Murrieta sea el líder de la banda, que hasta que él llega está mandada por un sádico asesino, Jack tres dedos, coleccionista de orejas de inmigrantes chinos que mata por placer, pues simplemente se sienta a la lumbre con ellos -por cierto que hace un ratito le han dado 39 salvajes latigazos, pero parece que ya no le duele-, y simplemente dice algo así como vosotros necesitáis un líder, y los matachinos le dicen ¿Y quién sería ese líder? Pues yo, dice Murrieta, y asunto resuelto. En otra escena que lleva al límite la conveniente suspensión de la credulidad, Murrieta conoce al gringo que será su mejor amigo ¿Saben cómo? Pues fácil, este viene en un carromato y un colega mexicano que está con Murrieta le dispara por entrar a sus tierras, pero Joaquín le desvía la escopeta mientras los del carromato matan a este amigo mexicano de escopeta desviada. Se disponen a matar a Joaquín pero cuando este les explica que él no quería dispararles deciden ser amigos para siempre. Vamos, que en minuto y medio se hace mejor amigo del que acaba de cargarse a su amigo.
A la dificultad para digerir toda la historia, que apenas tiene un par de pausas contemplativas de tres o cuatro segundos, se suma la fantasiosa personalidad de Murrieta, que es un personaje empalagosamente buenazo que ni siquiera se endurece cuando pasa a convertirse en un jefe criminal. Sin duda es él mismo, el personaje de Murrieta, el principal problema de la película, tanto por el empeño algo ridículo en hacerlo parecer un Robin Hood a la vez que nos muestran las injustificables tropelías de su gente, como por el actor que le interpreta.

Wellman, como en otras ocasiones con otros estudios, se encontró tras firmar con MGM en 1936 con que no le adjudicaban película que dirigir, de modo que se dedicaba a coordinar segundas unidades y a arreglar anónimamente estropicios de otros directores. Tras varios de sus proverbiales estallidos de mal genio en diversos despachos, le acabaron concediendo esta historia pensando en repetir el éxito de Viva Villa!, de la que ya hablamos en su momento. Sin embargo el estudio no iba a poner toda la carne en el asador presupuestario -prueba de ello, tristemente, es que se la adjudicaran a Wild Bill– y entre otras limitaciones nuestro director se encontró con que no le permitieron contratar a Robert Taylor, que hubiera sido un más que potable Murrieta, y le impusieron a Warner Baxter, que tenía por entonces 47 añazos y debía interpretar -por cierto que él tampoco quería el papel- a un jovenzuelo de apenas 20. Además su fenotipo luce un aire tan de mexicano como el mío de vietnamita, y realmente parece un señor inglés al que han disfrazado ridículamente. No es que su interpretación sea incorrecta, es que simplemente no debería estar ahí, y es que de hecho… Apenas estaba ahí, y me explico.
Cuenta William Wellman Jr. en una de las más desternillantes páginas de la biografía de su padre que el primer día de trabajo Baxter con toda sinceridad le dijo a nuestro Wellman algo así como: mira Bill, estoy totalmente alcoholizado. Como soy un profesional y tengo experiencia puedes contar con que me sostenga en pie y diga alguna frase hasta las cinco, pero más allá de eso es imposible. Wellman, comprensivo, le prometió adaptarse en lo que fuera posible, y mientras escribo esto pienso que quizá esa es una de las claves del frenético ritmo de la cinta, en la que apenas se dicen frases de más de diez palabras ni hay planos medios y cortos de más de dos segundos. El caso es que, como resultaba imposible disimular su edad y además su estado físico era lamentable, así como sus andares, el mismo actor propuso que le doblara en escena siempre que fuera posible un tipo que Wellman hijo prefiere mantener anónimo y al que llama Mr. D. Según él, prácticamente todas las tomas de Murrieta que no son primeros planos fueron rodadas usando a Mr. D excepto las de verdadera acción, de las que razonablemente se encargaba el mítico stunt Yakima Canutt. Este Mr. D, que era además amigo íntimo y compañero de francachelas de Baxter, y le acompañaba a todas horas, día y noche, por lo visto era un gilipollas insoportable, y todo el mundo sin excepción le odiaba a muerte y estaban deseando que terminara la película para perderle de vista, así que un día, en el hotel donde se hospedaba el equipo, le prepararon una bromita que no me resisto a contarles.

Warner Baxter, que dormía en la misma habitación que Mr. D., había atado una cuerda entre entre su cama y la taza del inodoro para no perderse cuando se despertaba borrachísimo en mitad de la noche con ganas de aliviarse. Bien, pues una noche en la que él y su doble se habían pillado una buena melopea y dormían como benditos, J. Carrol Naish, el actor que interpreta a Jack tres dedos, fue con otros cachondos del equipo a la habitación y pasó el otro extremo de la cuerda del inodoro al cabecero de la cama de Mr. D., con lo que apenas tuvieron que esperar unos minutos para contemplar como este anónimo doble recibía en su rostro el meado de la oscarizada estrella. A lo mejor Mr. D. es por Dánae, y a lo mejor es de Warner Baxter de quien más ideas tomó Wellman para construir el Norman Maine de Ha nacido una estrella, cuyo historia debía de estar elaborando en su cabeza justo en esos meses.
Anécdotas aparte, Joaquín Murrieta tiene más mérito del que dejan traslucir mis palabras. Su formidable ingenuidad, que me parece que tiene que ver con la intención de convertir al hombre que inspiró a El Zorro en un héroe para los niños, tiene como decía arriba un aspecto positivo, y es que permite que nuestra atención se dirija menos a los protagonistas que al contexto que viven y sufren, que es racista, injusto y violento. He leído por ahí, y está muy bien tirado, que esto es una mezcla de western y del cine social que hacía Wellman en la Warner. De hecho adelanta algunas situaciones que, estilizadas y mejor presentadas, aparecerán luego en Incidente en Ox Bow. Como en esta, y como en aquellos dramas sociales, en especial en Wild Boys of the Road, todos los personajes sufren en algún momento injusticias, o las cometen movidos por el racismo o la incomunicación, como le ocurre al amigo del que hablaba antes al final del film, pero no lo desvelo. También Thompson habla de los muchos paralelismos que hay entre este film y Grupo salvaje, y en general con muchos de aquellos western de los 50 y 60 en los que la violencia se presenta de forma tan gratuita y constante que por una parte pierde su significado y por otra se convierte en la protagonista real del film, pues es, de todo lo que ocupa la pantalla, a lo que más atención prestamos. En el caso de Joaquín Murrieta no es tanto la violencia como esa presencia continua de la injusticia, el equívoco y el racismo lo que nutre toda la historia que, con su climático final -bueno, descuenten los últimos 10 segundos- deja un estupendo sabor de boca, justo el contrario del que le dejó a Mr. D. trabajar en ella.

Más de Wild Bill en nuestro especial No soy tan duro: el cine de William A. Wellman
Hola tocayo
«Fulgor y Muerte de Joaquín Murrieta» fue una especie de «vaca sagrada» en tiempos de mi adolescencia; fue un poema de Pablo Neruda que, poco más tarde, musicalizaron Quilapayún. Eran tiempos sin internet y confieso que es muy posible que nunca la haya escuchado integra.
Es curioso que ya desde el cine mudo y aprovechando que el «Duero pasa por Zamora» se hicieron un montón de pelis sobre la California recién «redimida» de sus pecados originales. En todas los nativos eran unos seres pasivos que lo único que les gustaba más que no hacer nada, beber y bailar era galopar muy juntos en una nube de polvo y pólvora. Casi siempre el jefe era un simplón vestido de charro en negro que, para sorpresa de nadie, no acababa la peli.
Es tremendo ver una peli que parece una montaña rusa de personajes y situaciones; te entran ganas de buscar una buena sombra y una botella de tequila.
Un saludo y «Ándele», Manuel.
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Hola tocayo,
he mirado lo del poema de Neruda. Me extrañaba que no me sonara, porque tuve una adolescencia como otras en la que me gustó callar para estar como ausente -bueno, en eso sigo un poco- así que miro y resulta que no es un poema, sino la única obra teatral de Neruda, pensada como libreto para una cantata, en la que se basará la canción de Yupanqui.
Tienes mucha razón en lo de esa imagen típica del mexicano vagote tirado a la sombra, pero en esta peli de Wellman como siempre a nadie le sobra energía, así que no hay nada de eso. Además los mexicanos «civilizados», que no están en la banda de Murrieta, son gente más que digna y respetable. La verdad es que la peli aunque sí caiga en otros muchos tópicos y tontadas, no deja mala imagen de los mexicanos, y no disimula que fueron ellos los desplazados y marginados, en general con malas artes.
Un abrazo desde los aledaños de la cuenca del Alagón, donde, de verdad de la buena, «aquí hay tomate».
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