La idea
Entre 1936 y 1937 Wellman andaba quemado en la MGM porque los proyectos atractivos iban pasando de largo y, a pesar de divertirse mucho en el rodaje, se tomó como una afrenta personal que le adjudicaran La fuga de Tarzán. En esos meses de paro forzoso tuvo el buen tino de pedir a los estudios que pusieran a su servicio a Robert Carson, un joven guionista también desocupado en quien vio una chispa de ingenio que el tiempo se encargaría de volver inolvidables fogonazos en forma de grandes películas, las dos primeras Ha nacido una estrella y La reina de Nueva York, a las que irán dedicadas esta y la próxima entrada de nuestro especial. En esos meses de obligada inactividad escribieron varias historias, una de ellas esta de la que hablamos, sobre la estrella que prende en el firmamento de la fama aprovechando la llama que se agosta del galán olvidado. Por cierto que por ella recibieron ambos un Óscar, el único que Wellman ganaría a lo largo de su carrera. Originalmente se llamó Once happened in Hollywood. Y con ese título en el manuscrito original salió Wellman de la Metro junto a Carson y con el asesoramiento de su antiguo agente, Myron Selznick, se presentó en la productora de su hermano David, Selznick International, para presentarles la idea. La idea a David no le gustó, y fue según cuenta la leyenda una llamada del mismo Wellman a Irene, la mujer del productor, cuando él sabía que no estaría en casa su marido, la que sirvió para encandilarla. Ella le prometió que habría pillow talk y, en contra de la tendencia habitual en el matrimonio, esta vez esas charlas nocturnas sirvieron para llevar adelante un proyecto y no para cancelarlo.

Wellman y David O. Selznick ya se conocían y tenían una buena amistad que conservarán después de su colaboración en estos años. De hecho es llamativo leer las palabras elogiosas y respetuosas sin medida que el uno siempre tiene para el otro, vistas las disímiles personalidades de ambos y de qué forma tan distinta afrontaban su trabajo. Sin embargo, el director conocía muy bien los tejemanejes del obsesivo Selznick con sus famosos, numerosísimos, temibles memo que obligaban a cambiar todo sobre la marcha y, sobre todo, su costumbre de contratar a escritores para que fueran aportando ideas en cualquier momento del rodaje. Por lo pronto, y aprovechándose de que el contrato lo gestionó su propio hermano Marion, consiguieron una cláusula según la cual David O. Selznick no podría visitar el set más de seis veces durante el rodaje. A pesar de ello fue irremediable la catarata de diálogos, anotaciones, ideas y ocurrencias tanto suyas como de sus guionistas a sueldo. Pásmense con alguno de los jornaleros de la palabra que cita Wellman que cada mañana pretendían enmendarle la plana: Roland Brown, Dorothy Parker, Alan Campbell, Ben Hecht, y por supuesto el mismo David O. Selznick. Aquí hay cierta controversia, pues el productor declaró posteriormente que aunque la idea general fue cosa de Wellman y Carson poco de ella quedó en la película final, mientras que Wellman cuenta que supieron torear a productor y dialoguistas de forma que apenas les tocaron el argumento. Para reforzar esta idea Wellman afirma que prácticamente todo lo que aparece en la película está no basado, sino copiado de sucesos reales que él contempló o tuvo muy cercanos a su persona en su trayectoria profesional, anécdotas que gustaba relatar en sus memorabilia de madurez.
Las claves
Más que para ninguna otra película de Wellman creo que es innecesario contar el argumento, universalmente conocido, pero lo esbozo: Esther Blodgett, una chica de Kansas que sueña con ser actriz, marcha a Hollywood donde se topa con la cruda realidad de una industria saturada de aspirantes sin aparente mérito, como ella. Mientras se busca la vida trabajando de camarera conoce a Norman Maine, un galán ya maduro cuya carrera va cuesta abajo debido al alcohol, vicio que ya ha empezado a mermar sus facultades y que le mete en constantes jaleos que afean su imagen y la de quienes le contratan. El caso es que se enamoran y en lo que ella sube él cae.

Ciñéndonos solo a esta primera versión de A Star is Born (nombre definitivo que propuso un colaborador de Selznick, que opinaba que las películas con Hollywood en el título ya repelían al personal) y obviando las otras tres que posteriormente se han hecho de la historia y de las que algo diremos luego creo, y esto ya es personal, que sería un error considerar que esta trama es poco más que un Pigmalión melodramático, o un romance pigmaliónico o como se quiera decir. Posiblemente habrá quien lea esto y tenga un vago recuerdo de la película que consiste en un dramón en un tecnicolor aún apagado en el que se narra una historia de amor truncada por la tragedia entre dos personajes cuya relación se gesta de forma precipitada y fantasiosa, un poco igual que termina. Sin embargo animo al lector a que revise la película o, ¡qué suerte!, a que la descubra por primera vez con otras expectativas, y lo que encontrará será una especie de documental dramatizado sobre la misma industria del cine. Y no me refiero, que también, a que veamos lo duro que es entrar en ella, lo artificial y desapasionado que es todo lo que queda detrás de la lente, los choques de egos, lo poco que se cotiza el pasado, etc. Estoy hablando de algo más sutil que, sin embargo, Wellman nos pone ante los ojos directamente y sin ambages aunque lo disfrace de gag o de escena de transición o de extra sin frase. Ese algo es el reverso no sé si oscuro, desde luego poco luminoso, de una industria que, paradójicamente, es capaz de alimentarse, obtener beneficio e incluso limpiar de alguna forma su conciencia con la mostración de su propia inmundicia moral. Los planos de comienzo y fin, que se corresponden con las primera y última página del mismo guion, a mí me encantan porque, además de constituir un sencillo truco barato y resultón para darle fuste a la película, pueden retorcerse e interpretarse de muchas formas, como otros momentos de la película, que se asienta sobre una peculiar dialéctica entre vida real y vida ficcionada.
¿Qué me dicen de esa escena en la que Esther llega a la agencia de extras y se encuentra con esos carteles desalentadores y con esa administrativa que se molesta en llevarla a la centralita llena de telefonistas dedicadas en exclusiva a decir NO a todo el que llama pidiendo una oportunidad? ¿Era necesaria esa secuencia? Hoy esa escena consistiría en un casting al que la bella protagonista llega griposa, o bien un típico intento de acoso sexual. O la haría David Lynch fundiendo dos realidades en las colillas de un cenicero y estaría genial, pero no sería así. Es una escena para la sociedad que se esfuerza por salir definitivamente de la Gran Depresión. Es la época de la sociedad de masas, y en masa se busca trabajo desesperadamente como se va al cine, y masivamente esas esperanzas son depuestas en esa centralita.


A diferencia de la versión de 1954 en la que solo se citan los nombres, cuando a Esther le prueban maquillajes y postizos se muestra a quién se pretende que se parezca con tales labios o tales cejas. Eso es documentar. Es documentar porque están hablando de estrellas del momento; es para nosotros imposible comprender la película hoy en día, porque está hecha en presente perfecto. Tenemos que darnos cuenta: antes las películas que no eran de época, eran inmediatas, se hacían muy rápido y sin vocación de trascendencia histórica, al compás del presente y quien las veía se acercaba a ellas más como nosotros hoy en día a lo que cuenta un tipo en youtube sobre el procés o sobre la cría del hurón que, como va hoy al cine alguno que yo me sé, a juzgar con displicencia los bruñidos estilemas del viejinuevo cine de Pawel Pawlikowski o a disfrutar epatado con la última precuela de la secuela de la tercera parte del quinto tomo de algo que sucedió hace mucho tiempo, en una jarana muy lejana. No somos los espectadores de las películas antiguas que vemos.

Por lo demás, como es sabido el personaje de Norman Maine está directamente basado en John Bowers, una popular estrella de los años 20 que se casó con una actriz en alza, Marguerite de la Motte, justo cuando él empezó a declinar hasta que la llegada del sonido terminó por sepultar su carrera. Aparentemente se suicidó el 17 de noviembre de 1936. Alquiló una pequeña lancha y días después apareció su cuerpo en la orilla del mar. El hijo de Wellman, que da estos datos en su libro, comenta: Wellman chose to have Norman maine swim out to sea instead of sailing. Sin embargo el rodaje de la película fue del 31 de octubre al 28 de diciembre de ese mismo año. Dejo para la reflexión de cada lector la plausibilidad de que el adentramiento final de Maine en el mar pueda o no estar basado en unos hechos ocurridos en mitad de la producción. En el cine de hoy parece imposible tal capacidad de adaptación, pero entonces todo era distinto… Qué pena no contar con el proyecto original de Wellman y Carson para echarle un vistazo. También yo quiero especular y pensar en otro swim out to sea que fue apenas un año después del estreno. Bueno, tampoco fue adentrarse en el mar, pero estuvo bello hacerlo canción. Pensar y fabular.
Además de John Bowers, el personaje de Maine se inspira en John Gilbert y John Barrymore, también echados a perder por el alcohol. De hecho hay una escena especialmente dura -y brillante por su tratamiento casi cómico- en la que Niles, el productor-protector, visita a Maine en un sanatorio de rehabilitación, que fue prácticamente dictada por George Cukor, director luego de la versión de 1954, quien vivió todo aquello en una visita a John Barrymore. Esta es otra escena, como la de la centralita, innecesaria y sin embargo inolvidable. Pero es que, además, Wellman hizo contratar a varios hasbeen, -inmisericorde neologismo que trajo el cine al inglés-, como extras de relleno o secundarios de una frase. Para nosotros son invisibles, pero el público de entonces podía reconocerlos y sorprenderse de su presencia. Como curiosidad, entre ellos se encuentra la primera esposa de Wellman, Helene Chadwick. En los años 20, se casó con Helene por un tiempo breve y miserable. Wellman tuvo que sufrir la vergüenza de llevarle la correspondencia durante unos meses cuando fue rebajado a recadero por su inutilidad para la actuación, pues fue como intérprete como entró en el negocio. Es difícil saber si la contratación como figurante de Chadwick, quien por cierto moriría poco después en un accidente casero, fue un favor de Wellman para proporcionarle unos dólares o una dulce venganza por aquellos tiempos de humillación. Yo me inclino por lo primero.



La misma decisión de tener a Janet Gaynor como protagonista -elegida por Wellman expresamente, contra la idea de Selznick de contratar a la más sofisticada Merle Oberon, entonces muy de moda- es una idea que se encuadra en esta visión que he llamado «documental» de Ha nacido una estrella. En efecto, Gaynor es una actriz que incluso en 1937 ya debía resultar algo trasnochada al público. Por mucho que adoremos sus papeles en Amanecer o El Séptimo Cielo o aquellos romances con Charles Farrell es imposible no calificar su actuación de primitiva. Es un modo de estar en la pantalla que proviene del mudo. Es una forma de mirar y gesticular que ya estaba en extinción cuando se estrena este filme y, aunque conviene a la película y pienso que fue una elección magnífica la suya, parece una presencia extraña, demasiado cándida, demasiado natural y, al tiempo, demasiado artificial.

Gaynor es a las aspirantes a actriz lo que su personaje en Amanecer era a las novias ingenuas. Se la percibe claramente como un ideal impostado, pero en Ha nacido una estrella esa artificialidad que le da su forma de actuar y su fragilidad física contrasta con la dura realidad que enfrenta: los vaivenes de la fama, el inmisericorde funcionamiento de la industria y la irremediable disolución física y espiritual de Maine, que no es capaz de sobrevivir a su anterior fama. Maine por cierto me parece el personaje más atractivo e interesante de toda la historia. Me costaría mucho, muchísimo, decidir si me quedo con Fredic March, por el que siento una muy especial simpatía o con el James Mason de 1954, que es uno de los actores por los que mi querencia y respeto se acrecientan más y más según pasa el tiempo. De lo que pienso de lo más característico de los protagonistas de las otras dos: las cualidades canoras de Kris Kristofferson -las de un dromedario tuberculoso- y el salero y la gracia de Bradley Cooper, mejor me callo. Para terminar con Maine, y quedándome en la película de 1937, que es sobre la que habla esta entrada, recuerdo un brevísimo instante, un momento de puro cine y genio, que son los dos o tres segundos en los que este hombre, a la orilla del adiós, se acicala y coloca bien al albornoz.

Otra virtud que en mi opinión tiene la película de Wellman, ausente en las demás, es la magnífica construcción de los secundarios. Al igual que ocurre con los grandes directores de su generación, o como en el mejor cine de su época, los secundarios no pueden ser seres que transportan cosas o que dicen frases. Deben tener su propia personalidad, marcada y -esto es lo difícil- enunciada y reconocible en tan solo unos segundos. Wellman, como Ford por ejemplo, es un consumado creador de secundarios llenos de carisma que no roban protagonismo ni se tragan la historia. En Ha nacido una estrella se puede elegir entre varios pero cuesta no quedarse con Niles, el agente-productor interpretado por Adolphe Menjou. Creo que nadie siquiera en los 30 puede creerse que un productor-agente de estrellas sea tan comprensivo, magnánimo, humano, tierno y todo lo demás. Hay que pensar que hay mucha mano de Selznick en el retrato de este hombre que sabemos que no puede existir pero que nos encanta que esté ahí, en la pantalla, como está siempre, por cierto, Menjou cuando secunda: elegante, discreto, contingente y memorable.

Una estrella se ha expandido
Aunque este apunte quiere centrarse en la primigenia versión de 1937, es conveniente mencionar las otras tres lecturas que sobre esta misma historia se han estrenado desde entonces. No es un caso extremadamente raro tal cantidad de remakes, pero sí es muy llamativo que se hayan extendido tanto en el tiempo, pues 80 años separan la de Wellman de la de Bradley Cooper. En mi opinión sin embargo, quizá lo justo sería considerar que más que cuatro versiones, hay 2+2. Y es que la de 1954 sí es lo mismo de 1937 contado de forma distinta, con un enfoque evidentemente musical (es un musical) y aire de gran producción. Tan grande que como es sabido se recortó el montaje final y en el hoy circulante se mantienen algunas escenas eliminadas con fotos de rodaje sobre el sonido de este celuloide hoy perdido. Fue una producción problemática y excesiva cuyo resultado, a pesar de todo, es una maravilla cinematográfica que no se puede argumentar que sea inferior a la original, aunque yo prefiera esta última. Las versiones de 1976 y la de 2018 son a mi entender dos películas distintas a estas aunque parecidas entre sí. Son dos dramones románticos centrados en exclusiva en sus protagonistas y sus cosas, siendo el contexto artístico, en este caso la música popular, más bien un escenario conveniente para enmarcar un romance de ida y vuelta.

Tengo que reconocer que estas dos versiones últimas me gustan poco, la de Streisand me aburre algo, su música me parece muy anodina (¡y estamos en los 70!) y me parece larguísima. La de Cooper y Lady Gaga dejo dicho solo que me parece una bazofia, una película muy mediocre de la que no quiero decir nada más para no emponzoñar esta entrada. Mi querida Hildy la glosó en su día con una temperancia y perspectiva que ya quisiera yo para mí. Aquí pueden leerla a ella y aquí otro post suyo anterior hablando de las tres primeras versiones. Ahí esta todo lo que yo debería estar diciendo ahora.
Director y productor

Cuando uno lee sobre la versión original de 1937 enseguida se topa, como es habitual en cualquier filme producido por Selznick, con el debate sobre su influencia en el resultado final. Es complicado saber con seguridad más que lo que hemos dicho arriba. La trama es cosa de Wellman y Carlson, enriquecido por el anecdotario conocido del mismo director -y mucha gente de la industria, podemos inferir- y también son suyas las principales decisiones de casting. No hay nada en la dirección de ninguna escena que no se le pueda haber ocurrido a Wellman, conocido su oficio y sus logros precedentes, pero sí es cierto que hay una atmósfera elegante, un buen gusto visual y escénico que invita a alegrarnos de que fuera Selznick quien puso el pecunio. Esta historia necesita de un toque elegante y glamuroso que Wellman no siempre tiene tiempo para disponer en sus filmes personales, más esquemáticos y estilizados. Dejémoslo en un salomónico juicio: el mérito es compartido, y sin cualquiera de los dos la película sería distinta o directamente no habría sido nunca.
Pero nos congratulamos mucho de que haya sido. Es una película mucho más grande de lo que parece. Para preparar esta entrada he vuelto a verla, obviamente, y si ya es habitual encontrar la veta del genio cinematográfico en los revisionados, en este caso me sorprendió a mí mismo volver a ella y comprobar que no tiene ni una frase ni un plano ni una decisión visual que sobre o que sea inútil o, y esto es lo mejor, que no sea inteligente. Si se la revisita se encuentra, una vez esfumado el interés por la trama, una sucesión de decisiones correctas y de ideas ingeniosas que bajo la capa de su tono algo ñoño y su puntual ingenuidad crean una historia profundamente seria y humana, nada complaciente y de verdad dura, como la blanda arena en la que Maine deja su albornoz para adentrarse en el mar.
Más de Wild Bill en nuestro especial No soy tan duro: el cine de William A. Wellman


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Hola tocayo
Mi primera sorpresa es cromática; creo que sólo he visto esta versión en «aquella vieja tele» porque si hago una apuesta pierdo todo mi capital a que era en blanco y negro.
Repito en el error; cuando describes a Janet Gaynor veo, también, lo peor de Merle Oberon con el hándicap de que está más que estirada es, directamente, tiesa.
Incido en la disensión; Kris Kristofferson, para mi, como actor es notable, como compositor sobresaliente y como cantante admito que no es «para todos los públicos» pero, cuando menos, es muy personal. Debo ser eso que dicen un fan. Admito que su versión es decepcionante pero hay una subtrama que le ponía pimienta: ¿Habrá alguien más alejado de Miss Streisand que aquella estrella errante que fue Janis Joplin?
Un saludo, Manuel.
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Te admito la disensión porque a los artistas de esa época todo se les puede perdonar, hasta que mueran tontamente. Y que el tiempo todo lo colorea.
¡Besos en tecnicolor!
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¡Gracias por enlazar con mis textos!
¡¡¡Como habrás intuido me chifla esta película!!! Entre otros, por muchos de los motivos que desgranas.
Me gusta mucho la pareja que construyen Gaynor y March. Adoro esa «extrañeza» que tan bien describes de la elección de Gaynor. ¡¡¡Ayyyy, lo que yo siento por «El séptimo cielo»!!!!
Jajajaja, soy muy fan de la peli de Streisand y Kristofferson, qué se le va a hacer.
Me lo he pasado increíble leyéndote.
Beso
Hildy
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La peli de Streisand no la había visto hasta hace poco. No me pareció mala, sino un poco cansina porque se repite y alarga… Y la música es que no me gustó, que ya es raro que no me guste a mí la música de esa época. La de Cooper es que me puso malo, más allá de que me pareciera mala. Fue de esas películas que las ves y te van irritando cada vez más… En fin.
Un beso fuerte
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Grandísima entrada, he disfrutado mucho leyéndola, y eso que la película no es de mis favoritas de Wellman, aunque la vi hace mucho tiempo y le debo ciertamente un revisionado (la de Cukor me gusta más).
Muy bien visto lo extraño/pasado de moda que era darle el papel protagonista a Janet Gaynor, siempre me pareció curioso y esa reflexión sobre cómo antaño la gente olvidaba las películas más rápidamente. Yo antes lo comparaba con un concurso televisivo, que lo ves ahora, pasas un buen rato y lo olvidas, pero es absurda la idea de luego querer revisionar ese mismo programa cuando va a haber otro nuevo con otros concursantes mañana.
Quién diría que la colaboración Selznick-Wellman acabaría funcionando…
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Ya digo en la entrada que no tengo motivos para decir que es mejor la primera que la segunda. A mí la segunda me parece una maravilla y si no fuera porque he revisionado esta fijándome en sus entrañas posiblemente me quedaría con la de Cukor si del mero recuerdo dependiera.
Es curioso lo de Gaynor, porque Wellman había hecho con ella una peli el año anterior, Small Town Girl (que aún no he visto) y en el rodaje hubo mal rollo, pues se la impusieron y por lo visto no pegaba nada con su papel.
Sin embargo, y aquí se ve el ojo del que conoce bien el oficio, se empeñó un poco contra viento y marea en que hiciera Ha nacido una estrella. Por cierto que no lo he mencionado por no convertir el post en una biblia, pero a pesar de lo que digo tiene un momento genial cuando, vestida de camarera, se pone a imitar a otras actrices del momento… Debía de ser una tía simpatiquísima.
Me quedo con tu símil del concurso televisivo, mucho más ajustado que el mío de youtube.
Y es una pena que la colaboración Selznick-Wellman se redujera a dos pelis y algún apaño sin acreditar. Pero en el fondo está bien, porque a Wellman no le venía bien acodomodarse, ya que, como terminaba diciendo a todo que sí terminaba haciendo sus peores pelis en los finales de ciclo laboral de cada estudio/productora.
Saludos!
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