(Artículo aparecido en el número 294 de verano de 2020 de la revista Versión Original dedicado a los actores/actrices)
He visto y oído en varias ocasiones una anécdota que sobre Kenji Mizoguchi repetían sus actores y actrices fetiche -Kinuyo Tanaka, que estás en los cielos…-, y que viene a ser siempre la misma: “él no te decía nada, se ensayaba la escena pensando en la cámara y, puestos a rodar, apenas daba indicaciones, y no había forma de saber si uno estaba haciéndolo bien o mal”. Curiosamente, esta idea la he visto en forma de queja, por la indefensión que generaba en el pobre actuante trabajar sin orientación, o como un elogio a la libertad que el maestro concedía, dejando que así aflorasen del intérprete las emociones más sutiles. Esta anécdota, sin embargo, no la traigo para hablar de Mizoguchi, sino de los actores y su extraño trabajo. En efecto, ellos han de dar toda la autenticidad posible a unas emociones, ideas y discursos artificiales (y artificiosos además, en el teatro japonés) que son invención del autor, y para ello han de desplegar la mejor simulación posible. El oficio del actor, de la actriz, es mostrar lo que no está en ninguna parte: ni en su pecho, ni en su mente, ni en el espectador todavía. Recrear lo que no es, y con la mayor fidelidad que se pueda. Sobre esto habla La historia del último crisantemo (Zangiku monogatari, Kenji Mizoguchi, 1939)

El prefijo Kiku alude al crisantemo en japonés, y Kiku es el nombre del protagonista (contracción de Kikunosuke) a su vez hijo adoptivo de Kikugoro, penúltimo representante de una saga centenaria de actores dedicados al teatro Kabuki. Estamos en la era Meiji y esta forma teatral, la más popular en el Japón de finales del s. XIX, tiene su propio panteón de estrellas, amadas por el público y a la vez sujetas al severo escrutinio que exige el arte que aspira a ser popular y sublime. La película comienza con Kiku fracasando estrepitosamente en el escenario. No vemos la reacción del público, pero sí escuchamos los consuelos hipócritas de sus compañeros de escena y la severa reprimenda de su padre, que ve peligrar el honor de su compañía si no hay continuidad generacional con un actor tan mediocre como es su hijo adoptivo. En la rica casa familiar tan solo otra persona se atreverá a ser sincera con Kiku y a decirle la verdad de su impericia. Es Otoku, la cuidadora de su recién nacido hermano, hijo biológico de su padre.
El amor sigue a esta sinceridad cómplice, pero la pareja es rechazada por el clan a causa de la baja condición de la criada. Ella, Otoku, se marcha para no perjudicar a Kiku. Él, repudiado por su padre -pues se han sumado a su mediocre desempeño en el teatro la vida disipada y estos amores con la sirvienta- decide marchar a Osaka, y labrarse un futuro en otra compañía. El éxito tampoco allí le llega, sigue siendo un actor torpe, y entonces, un año después, se reencuentra con Otoku y comienzan una vida juntos de privaciones y miseria. No quiero seguir desvelando la trama, hay que ver la peli.
El destino de Otoku y Kiku se trastoca en el instante preciso en que ella le regala a él un espejo con el que poder ensayar, adquirido con ahorros y privaciones. En ese instante, digo, un manotazo del destino se los lleva hacia un escalón más bajo aún de miseria y depravación, en el que permanecerán por años. El espejo, que no llegará a usarse, es el detonante de una lección de realidad que, definitivamente, pesa más que la simulación y la apariencia: Kiku debe caer a lo más bajo como actor, y desde allí aprender a interpretar desde la profundidad que confieren la pena, la pobreza y el desprecio. De ese infierno querrá sacarle Otoku. Realista siempre, será su mejor y más entregada crítica y amante. Su amor se manifiesta en forma de sinceridad; la verdad y sacrificio son todo lo que ella tiene, y el desarrollo de la trama y su desenlace son lo que se sigue de esto.
Otoku (interpretada por Kakuko Mori) es la verdadera protagonista de la película. Como es característico en toda la obra de Mizoguchi, la mujer es inteligente e intuitiva y es la que comprende y se sacrifica. La mujer de su cine es el doliente contrapeso de hombres torpes, retorcidos, ciegos en su ensimismamiento o en sus prejuicios y tradiciones. La mujer es la que sabe, y por eso es la que sufre. El hombre lo ignora todo, y por eso es el que causa el sufrimiento. De ella, Otoku, no veremos sin embargo ni un primer plano, ni siquiera apenas tomas frontales o visiones de rostro entero. La contemplaremos cabizbaja, o medio escondida, o en escorzo o cubierta. Solo su voz de niña -diluida en un sonido terrible, por desgracia- anuncia lo que tiene que decir, que coincide siempre con la verdad que Kiku no quiere oír, o bien con la mentira piadosa que ni Kiku ni nosotros podemos creer, en el trance final de la historia, que no destripamos. Otoku es la verdadera protagonista de la película, decimos, porque se empeña en ausentarse de la película. Suprema sabiduría.

Historia del último crisantemo (o Historia de los crisantemos tardíos) es la primera de tres cintas que Kenji Mizoguchi rodó sobre el mundo del teatro en la era Meiji, pero desgraciadamente se han perdido las otras dos. El kabuki, como decíamos, es el telón de fondo de toda esta hermosa historia de amor. Hay en la película cuatro escenas teatrales, en alguna de la cuales por cierto Kiku ejerce de oyama, o actor que interpreta a mujeres en este género vetado a las actrices. Son escenas que puntúan la historia y que contrastan con el resto de la película, pues están narradas con planos cortos, con un montaje ágil y una puesta en escena menos frontal, es decir, menos teatral que las partes realistas. Como bien señala Antonio Santos, parece que Mizoguchi quiere que nos parezca más artificial (por cinematográfico) lo que sucede sobre el escenario, para reforzar la paradójica relación que realidad y representación, -o verdad y simulación- mantienen entre sí, como decíamos al comienzo del artículo. La vida real sin embargo es la que existe en los momentos que giran en torno a Otoku. Ella no pertenece al mundo de la farándula y por eso las escenas que protagoniza son más fluidas, más naturales, y es precisamente en esos momentos de cotidianidad humilde donde con más determinación Mizoguchi usa sus célebres y complejos movimientos de cámara para que, sin notar que nos movemos nosotros, estar con ella, lo que la rodea y lo que por decoro no debe verse. Justo lo contrario de lo que es el teatro.
Esta película es una cima del arte cinematográfico, y el mejor ejemplo del estilo de su director. Es una cinta larga, de 142 minutos, y solo tiene 140 planos. Alguno de ellos dura más de cinco minutos. Son planos secuencia, como decíamos, sencillamente magistrales, que pueden incluir hasta tres escenarios distintos, llenos de reencuadres, angulaciones y composiciones todas ellas sublimes. La profundidad de campo (¡estamos en 1939!) no deja que nada de la pantalla se escape de nuestro escrutinio, y a veces -como en la escena del repudio del padre- lo importante pasa en off, fuera de la vista. Las metáforas visuales, la narración basada en oposiciones duales, la extraordinaria hermosura de la ambientación y unas actuaciones sublimes son otras muchas virtudes que se quedan aquí mencionadas tan solo. El espectador sensible no debe temer a su duración y a que sea ajena a los tópicos y preocupaciones de nuestro mundo apresurado y “post-todo”; la trama se desenvuelve ágil, las emociones no decaen. Un último ejemplo para medir su valía son dos travellings inolvidables que representan el fluir inexorable de lo bello y lo terrible. Los dos siguen el cauce de un río; con uno empieza el amor, en el otro termina el dolor.


Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España.
Hola tocayo
Me gusta más la traducción como «Historia de los crisantemos tardíos» y me ha hecho pensar en cuando el ritmo de las cosechas era el reloj natural vital. Cómo dice mi madre: Ahora hay tomates todo el año (léase con un punto de melancolía «japonesa»).
Otra cosa que me ha llamado la atención es que, precisamente, la sinceridad de Otoku con Kiku sea su nexo de unión. Generalmente los melodramas se basan en algo oculto.
Un saludo, Manuel.
Me gustaMe gusta
Ahora hay tomates todo el año, pero en casa dedicamos un par de días cada agosto para envasarlo frito y crudo, y que dure todo el año. Echamos las cuentas y nos sale más caro que las latas que sustituimos. Nos mentimos un poco a nosotros mismos para que todo sepa mejor. Microscópicos melodramas.
Un saludo y un abrazo desde la cuna del tomate de envasar, tocayo.
Me gustaMe gusta
Qué ganas tengo de hacerme ciclo Mizoguchi. Tengo varias pendientes.
Hace cuatro años me hice una sesión doble de Cuentos de la luna pálida de agosto y El intendente Sansho…, y me deslumbró.
Beso
Hildy
Me gustaMe gusta
Pues esta es larga, así que ya te cuenta como doble, pero bien podrías enlazarla con La calle de la vergüenza, con la que tanto tiene de común y de distinto.
Un beso fuerte
Me gustaMe gusta
Al igual que hice en Cayo Largo, aquí también voy a ser conciso: una de las grandes obras maestras de la historia del cine.
Y para qué decir más cuando tú ya lo has explicado perfectamente…
Además le debo un revisionado urgente, es de esas películas que aún recuerdo la impresión tan fuerte que me produjo el primer visionado.
Un saludo.
Me gustaMe gusta
¡Hasta yo estoy por volver a verla!
Pero me pasa con ella como con otras… Es una sensación rara que me generan algunas pelis que me maravillaron en el primer contacto, y es que si las veo más veces se desgastan o algo así.
Saludos!
Me gustaMe gusta