¿Han ojeado ustedes alguna vez un códice medieval iluminado? Se admiten facsímiles o tristes documentos digitalizados como material de lectura. A no ser que seamos expertos medievalistas, inevitablemente nuestro cerebro ignora las letras que no percibe por el idioma y el alfabeto y lleva nuestros ojos a las escenas ilustradas y las historiadas letras capitales. Ver estos dibujos, que en ocasiones maravillan por ser a la vez tan toscos y tan sublimes, es muy distinto de ver las imágenes que, por miles, tragamos cada día en nuestros dispositivos audiovisuales. Y es que en esas iluminaciones buscamos una clave. El texto al que acompañan es, en su ilegibilidad -que se vuelve absoluta si están en un alfabeto oriental, por ejemplo el armenio, que además redobla el misterio con la belleza de su grafía- un detonante poético, una red echada al mar de los significados cuyo fondo son esas imágenes -esos santos– de intención doctrinal y atractivo mitológico.

Sayat Nova (Serguei Parajanov, 1969), y permítanme que omita el título tradicional de El color de la granada, impuesto por las autoridades soviéticas contra la voluntad del director y el tema de la película, causa en el alma avisada y despierta a la belleza la misma sensación que esas ilustraciones medievales. A la vez que nos desborda la riqueza de sus colores y los motivos de cada plano -yo no refutaría la opinión de que en ninguna otra película de la historia del cine hay más belleza que en esta- cada nuevo plano y cada gesto representado son una interrogación que a la vez queremos resolver y sentimos que es bueno que permanezca en el misterio. Todo esto por supuesto es lo que su artífice, Serguei Parajanov, quiere que suceda, y lograrlo es tan meritorio que si solo hubiera podido hacer esta película ya merecería figurar en la lista de los artistas imprescindibles del santoral cinematográfico. En efecto, cada plano pretende recordar a esas miniaturas, que de hecho en algún momento también se incorporan a la película. Que uno de sus primeros planos sea la imagen de unos libros exprimidos es una pista de ello, pero es en la puesta en escena escogida donde con más evidencia se percibe esta intención: no hay movimientos de cámara, ni siquiera angulaciones. En cada plano-escena la luz es invariable y sin intención narrativa. Tan solo debe realzar unos colores y unas figuras enmarcadas en composiciones artificiales que cargan casi al completo con la levísima trama biográfica de la película, en la que apenas algún episodio real se adivina y tanta fuerza alegórica intuimos pero no sabemos interpretar. Las imágenes de Sayat Nova son a los ojos que las miran lo que la arena de la playa a los dedos que la aprietan. Retenemos muy pocas y nos hechizan las que se nos escapan. Una de esas imágenes que sí podemos reconocer es un amuleto de coral contra el mal de ojo que aparece en varias escenas, pequeña hechicería que pervive también en la iconografía y el folclore de algunas partes de España. Lástima que este rojo talismán no ayudase a la producción de Sayat Nova, como veremos, pero la magia es lo que tiene: que no existe más allá del encantamiento que provoca la misteriosa belleza de su continente.

Con la excusa de su 250 aniversario, Serguei Parajanov tuvo el visto bueno y el presupuesto para hacer un largometraje que homenajease a Sayat Nova, poeta nacido en la Tiflis, capital de Georgia, pero cuya obra se inscribe en la tradición cultural armenia, donde es considerado el poeta nacional y aún hoy se interpretan sus canciones. A pesar de haber sido religioso durante buena parte de su existencia, sus poemas tratan temas seculares como el amor imposible y los placeres del cuerpo. Fue además un poeta políglota, pues dejó cantos en las lenguas georgiana, armenia y persa. Se enamoró de la hermana de su rey, maduró recluido en monasterios y en uno de ellos murió a manos del invasor por negarse, dice la tradición, a convertirse al islam. Aunque viviera en nuestro Siglo de las luces, el imaginario que se corresponde con las obra y las andanzas del poeta armenio es el que en esta parte de Europa asociamos con el mundo medieval. La omnipresencia de la Iglesia -la armenia en este caso- y su ritos y edificios de culto es el telón de fondo de la película, como lo fue de la vida del poeta que rememora. En su doble filo de guardiana y opresora del alma, desde el mismo nacimiento de nuestro protagonista, que crece sobre sus tejados y muere bajo sus muros, alimenta su alma con elevados deseos y la reseca con el humano ejemplo de la corrupción y la inmundicia espiritual de sus intrigantes monjes y gerifaltes. Además de la religión es el amor y las formas de muerte que lo acompañan el otro lugar que frecuentan los cuadros vivos de Sayat Nova. La exigencia creativa que se impone Parajanov es tan fuerte como firme su compromiso con la verdad poética a pesar de sus circunstancias creativas: por ejemplo, sabiendo que le traería problemas con las instituciones en este caso armenias a la hora del estreno, para interpretar al Sayat joven Parajanov escogió a la bellísima actriz georgiana Sofiko Chiaureli. Ella es Sayat pero también es la hermana del rey, de la que el poeta se enamora. El amado y la amada son la misma persona física, la misma máscara les cubre, no puede haber un vínculo mejor que ese para ser representado que un mismo cuerpo que ocupe las dos almas que un día tuvieron que separarse por los prejuicios de clase.
Otros prejuicios más contemporáneos pero igual de absurdos persiguieron a la película una vez terminada. Su rodaje fue tranquilo aunque complejo, por la escasez de medios y la gran cantidad de localizaciones casi exclusivamente exteriores. Los verdaderos problemas llegaron cuando Parajanov la montó y este montaje -que ya no puede verse, está perdido- llegó a las autoridades de Moscú. Para empezar, los textos leídos y las canciones de la película eran en armenio, sin que Parajanov aceptara ni por supuesto hubiera dispuesto otra versión en ruso, como exigía la normativa de la época. Además no hace falta ni mencionar que una película sin argumento reconocible y sin diálogos ni la usual narrativa fílmica, compuesta de una serie de cuadros vivientes hermosos, sí, pero totalmente crípticos y demasiado abiertos a interpretaciones de todo tipo, era absolutamente inadmisible en una cinematografía que, desde principios de los años 30, había sido construida sobre la base del realismo socialista y la proscripción del formalismo. Se prohibió pues su exhibición en la URSS, pero la sección armenia de Goskino, la todopoderosa productora estatal, reclamó poder exhibirla en la región para no desperdiciar la inversión hecha en ella y cumplir con los fastos del dichoso 250 aniversario que, por cierto, este amanuense del cinema no termina de entender, pues desde el nacimiento de Sayat se habían cumplido esos años en 1962, seis antes de su rodaje. Moscú entonces consintió que se tiraran tan solo cinco copias montadas por otro director, Serguei Youtkevitc, y con unos intertítulos de otro escritor contemporáneo, con la condición de que se limitase su proyección al territorio armenio, para lo cual consintió dejarla en su idioma, que por lo demás ejercía de barrera natural para su exhibición en otras repúblicas.

Serguei Parajanov nació en Tiflis (o Tbilisi) igual que el poeta. Su madre se crió en la calle Sayat Nova de aquella ciudad. Como el poeta, desarrolló su carrera fuera de su Georgia natal, y en la época en la que rodó nuestra película al parecer se movía mucho entre los círculos de jóvenes literatos nacionalistas ucranianos. Fue esta supuesta actividad política, más que el carácter transgresor de la película y su negativa a acatar las prohibiciones y cambios propuestos por la censura, lo que le llevó a un campo de trabajo en Siberia en 1973, condenado por cinco años, bajo una oscura acusación de delitos relacionados con una supuesta relación homosexual no consentida. Tras su liberación solo pudo rodar antes de morir en 1990 otros dos largometrajes completos apenas distribuidos y un tercero que quedó inacabado. De su filmografía él mismo renegó de casi todo lo anterior a la también hermosísima Sombras de los ancestros olvidados (Tini zabutykh predkiv, 1964), conocida aquí igualmente por un título impuesto y erróneo: Los corceles de fuego. Entre Parajanov y el cantor armenio hay no pocas concomitancias que además el mismo director refuerza escogiendo para la película imágenes y objetos que pertenecían a su mundo interior y a sus vivencias personales, si bien ahora, fundidos con aquello que evoca al antiguo poeta, queda disuelto en su memoria, y en la nuestra, y es otra piedra más en este monumento hecho de iluminaciones móviles que tiene el color de la granada y el sabor de varias épocas y el sonido y la palabra de una tonada de Sayat Nova -que significa maestro de los cantares, no lo habíamos dicho- que dice:
“El mundo es como una ventana abierta
y estoy cansado de cruzarla
hieres al que mira a través de ella
y estoy cansado de las quemaduras”

Artículo publicado originalmente en el número 311 de la revista Versión Original dedicado a la poesía.
Voy a decir algo con sinceridad, solo la he visto una vez y no con toda la atención que debería. No la disfruté.
Con esta película me pasa que, de momento, disfruto más con los textos que leo sobre ella, como con el tuyo, que con la propia obra (y sé que estoy siendo injusta pues todavía no me he atrevido con un nuevo visionado y en mejores condiciones de atención).
De todas formas me pasa con otras películas y otros autores, que no pillo en un primer visionado su significado ni importancia y necesito dejarlas en reposo y retomarlas para otras ocasiones. A veces, entonces me entusiasman o no, pero logro entender qué es lo que hay de fondo y el porqué de su misterio.
A veces eso me pasa con filmografías enteras. En alguna ocasión lo he contado. No podía con Antonioni hasta que que vi EL ECLIPSE y LA NOCHE y eso me hizo revisar otra vez su filmografía y descubrir al realizador y conectar con él. O con ciertas películas que en un principio no logro conectar, pero sé que algo hay que no he detectado, y en distintos visionados consigo desvelar lo que hace vibrar.
Así que sé que intentaré de nuevo ver Sayat Nova, no sé cuándo. Y trataré de ver algo más allá de su estética y la belleza de sus colores.
Jajajaja, a veces soy muy burra.
Beso
Hildy
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Hola Hildy!
tranquila que te entiendo perfectamente. Si el día que la vi me hubiera pillado falto de horas de sueño quizá me hubiera cantado otro gallo, jeje.
Como te pasa a ti tengo también un repertorio de pelis con las que no puedo o he podido o no he disfrutado a pesar incluso de entender que son obras maestras. En mi caso tiene que ver más que con lo que llaman «lentitud» con lo que podríamos llamar «actitud». Me pasa por ejemplo con el cine de Godard, que lo poco que he visto me resulta algo antipático y no me apetece ver nada más, aunque comprendo su importancia.
También me ocurre que hay películas que hace mucho me parecieron castañas y me da por revisarlas y me doy cuenta de lo idiota que era, y viceversa.
En fin, lo más bonito de esto es que nadie nos obliga a nada.
Un beso fortísimo!
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Hola tocayo
Películas de plano fijo, escaso hilo argumental y probable «interpretación» icónica… no es mi taza-de-té (que dicen los angloparlantes).
Fíjate que tu comentario sobre que el autor no es medieval me ha llevado a pensar en «nuestro» Arcipreste de Hita con el que comparte alguna de sus notas biográficas. (En cuanto me dejan «tema libre» salgo volando al igual que las páginas de esos libros en el tejado -que en otra «interpretación medieval» me han recordado los tejados de la Catedral de Santiago-).
Un saludo, Manuel.
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Hola tocayo,
bien traído lo del Arcipreste, aunque me lo imagino más pícaro y libidinoso que al bueno de Sayat.
Lo del medievalismo es inquietente; más que una época con sus fechas yo lo veo más como una forma de sociedad humana que nunca desaparece del todo porque ni los adelantos ni las comodidades pueden con la superstición y el primitivismo.
No sé si has visto una peli un poco chorra llamada Idiocracia, en la que el mundo de dentro de 500 años se ha convertido en una extensión de la toma aquella del Capitolio de los colgaos trumpistas. Hacia ese neomedievo de más iluminados que iluminaciones quizá nos dirijamos, tocayo, ahora que los poetas han muerto.
Un abrazo
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