El dulce porvenir (Atom Egoyan, 1997)

Lo que queda cuando todo lo que tenemos se esfuma. A un pueblo sin futuro, por haber muerto todos los niños en un accidente, un abogado llega a habar con lo padres afectados para “reconducir la ira” o algo así dice, interponiendo una demanda contra no se sabe muy bien quién o qué institución que pueda compensarles su pérdida, y un tercio para él. Así planteado, se diría que vamos a encontrarnos un relato desgarrado repleto de padres llorando, gritando y pateando puertas de despachos, con acto final de juicio catárquico y agridulce sentencia. Pues no es eso.

El dulce porvenir -qué título inmejorable- es la descripción minuciosa de lo que somos cuando aquello que íbamos a ser ya no está. Es un rompecabezas magistral que nos propone Egoyan, que nos dice: ni eres lo que fuiste, porque ya no está, ni lo que eres, porque no lo controlas, ni lo que serás, porque no depende de ti.  Esta idea de la básica inoperatividad que padecemos sobre nuestra vida se presenta además en varios niveles o círculos, no sé si concéntricos o excéntricos. Nos ocurre a cada persona individualmente, pero también al pueblo de la película en conjunto, a la unidad familiar, a la misma ley… Todo orden existencial está sujeto a lo inexorable, y lo que creemos que somos y el lugar en el que estamos no es más que un pórtico deformante de ese “dulce porvenir” que nunca llegaremos a saborear.

Desde el punto de vista cinematográfico, Egoyan trabaja en dos niveles distintos que, gracias a su habilidad y a un guion de hierro forjado sobre el cristal de un tema tan delicado, se mezclan en pantalla sin que nos demos cuenta. Por un lado está el nivel o el plano visual, de puesta en escena. Aquí estamos ante el clasicismo absoluto de una película que más noventera no puede ser, con la ensalada de primeros planos y grandes planos generales eminentemente funcionales que le dan a la armazón visual un aire cercano al telefilm. Los paisajes canadienses de montaña invernal y los rostros naturales de uno actores nada histriónicos ayudan a que este aspecto visual, si bien poco original, sea atractivo y conveniente. Pero hay un segundo nivel de realización que da a la película un lustre mucho más original y complejo. Hay varias cosas.

La música, de tintes orientales -supongo que hay reminiscencias armenias en ella por voluntad de Egoyan- nos saca un poco del contexto invernal y profundamente norteamericano, pero además hay que estar muy atento a los efectos sonoros descontextualizados que acompañan casi imperceptiblemente a algunas escenas. Por ejemplo se puede oír muy de fondo un chirriar de hierros, que rememora el accidente sin que conscientemente lo percibamos. También hay un juego muy complejo de flashbacks que hace que realmente sea complicado para los espectadores situar, hasta que no termina la película, en qué momento estamos. Y desde luego a lo largo de su desarrollo se juega a ocultarnos el tiempo pasado (dos años) entre la acción aparentemente presente, que es el viaje en avión del abogado, y el pasado de lo sucedido. Esta falta de perspectiva, que solo reconocemos al final, es la que, junto al aire onírico de otros sub-flashbacks relacionados con el accidente, o el desorden que vamos descubriendo poco a poco entre lo que vemos y lo que sabemos, contribuye a que cuando se pasa la última página del cuento no sepamos realmente dónde estamos.

Aunque la película no creo que quiera jugar a ese juego de la realidad y la fantasía, teniendo en cuenta cómo termina no se puede evitar pensar en si no habrá partes que nunca sucedieron y grandes fabulaciones, porque una fábula es lo que se nos ha contado.

En cualquier caso, lo que sí queda de todo ello es una moraleja tristísima e insoportable: que no hay más dulce porvenir que el pasado feliz que sepamos inventarnos.

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