Los muelles de Nueva York (Josef von Sternberg, 1928)

Apenas tres o cuatro escenarios son suficientes para contar esta historia de desenfreno, humanidad y pasión. Las máquinas de un viejo vapor a carbón, un antro portuario y un cuarto con las paredes heridas de miseria son suficientes, mas algún exterior de trámite, para llenar la pantalla de vida. Las historias se pueden contar además así, mostrando la parte por el todo. Un barco puede ser su sala de máquinas, un muelle pueden ser sólo sombras y niebla…

En la noche hay horror vacui de humanidad, todos los rincones deben estar ocupados por personas que además actúan al margen del decoro y las costumbres. La norma no es la regla, y la prueba de ello es el cachondeo que recae sobre la sagrada institución del matrimonio. Hay otra humanidad pulsante, instintiva, que necesita su lugar en la pantalla, y ese lugar se lo da Sternberg.

Sus herramientas son pocas luces y muchas sombras, objetos dispuestos por todas partes, que estorban al orden y asfixian el buen sentido. Y grupos de bacantes, personas que exprimen su tiempo de ocio aprovechando cada minuto libre, ese callejón de atrás de la vida, del que unos saben volver y otros no. 

Todo este magma regado con música, sudor y alcohol sirve de fondo a una historia de amor portuaria bastante convencional, por otra parte, de la que me gustaría destacar el buen hacer del protagonista, George Bancroft, que cumple sobradamente con su papel de marinero impulsivo y honrado a la vez. Es un hombre sin criterio pero con principios quizá, en el fondo de su mente algo embrutecida a causa de los viajes, el carbón y la promiscuidad que sus tatuajes pregonan. A este hombre de una pieza y dos tornillos le dan la réplica Betty Compson y Olga Baclanova, que derrochan esa sensualidad natural y atrevida al tiempo  que terminó con el código Hays y nunca ha vuelto. Un cine sin sostenes, con camas grandes dispuestas a chirriar.

Parece tan sencillo…

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