El cine, en ocasiones, no es capaz de estropearse a sí mismo. El oficio de la cinematografía es cosa de muchos. Las películas son el resultado de la planificación, tarea y esfuerzo de grupos importantes de gente que se aderezan con genialidades individuales. El nadador es un ejemplo de cómo una película mal dirigida, mal montada e incluso mal planteada, si nos atenemos a los cánones y criterios ampliamente reconocidos, puede en cambio resultar en una buena cinta que contiene ese fuego extraño capaz de marcar en rojo nuestra memoria para quedarse ahí. Hay muchas buenas películas que olvido a las dos semanas de verlas, esta sin embargo es de las que permanecen. A saber por qué.

El nadador se basa en el celebérrimo relato de John Cheever, -clásico inmediato de la literatura contemporánea nada más publicarse en 1964- que retrata la decadencia de una sociedad acomodada, la del bienestar dorado, que se nutre de su propia inanidad y parece disfrutar de disolverse a sí misma. La película no sigue la literalidad del relato, pero el retrato que hace de esaclase social y de la forma de estar en el mundo que le corresponde es el mismo: la hipocresía, la horterada, la competencia, la incomprensión, la indiferencia. Neddy (Burt Lancaster) decide volver a su casa yendo de piscina en piscina, pues conoce a todos los propietarios del condado, y en cada casa habla o escucha, hasta que llega a la suya propia, que no tiene piscina.
La película está infestada de fallos de todo tipo (de continuidad, de montaje, actores y actrices mal dirigidos que dan vida a personajes incoherentes, etc) y se ahoga en todos los defectos del cine mal renovado de los años 60: efectos pueriles, incluyendo caleidoscopías sin fin, zooms a gogo, mi denostado fotograma final congelado, música restallante y mal traída, interludios pseudopoéticos de la peor especie (la escena “hípica” es buen ejemplo) y, en fin, todas esas innovaciones chirriantes que fuera del medio televisivo solo la mesura y el buen gusto saben administrar. En el caso de El nadador destacan por ejemplo la ñoña fotografía otoñal, una música en mi opinión desaforada que llama demasiado la atención, interminables transiciones “sensoriales” entre escena y escena y, en fin, muchas cosas más. En cuanto al estilo, es una película más de su época, cuyo proceso de producción problemático y muy extendido en el tiempo (dos años y dos directores) viene además a dotarla de una evidentísima falta de uniformidad. Hay multitud de primeros planos y tomas hechas en estudio (la película al completo sucede en exteriores) que salta a la vista que son extemporáneas y en muchos casos innecesarias, lo que llega al paroxismo en una escena en la que cuesta reconocer si es la misma actriz la que interpreta dos planos consecutivos.


Sin embargo, por debajo de todo esto hierven dos hechos que la elevan por encima de sí misma y la despojan de su mediocridad estilística para llevarla a la intemporalidad artística. Por un lado hay una historia de fondo (el relato de Cheever) y un guión que sin ser quizá muy sólido desde el punto de vista narrativo, aparte de que según he leído por ahí hay multitud de “morcillas” en los diálogos por exigencia de Lancaster, es capaz de conservar sin embargo el mensaje y la profundidad que tiene la parábola del río hecho de piscinas suburbiales. Neddy es un ser extraño, que vive a caballo de dos mundos que nosotros tenemos que definir: Pueden ser el éxito y el fracaso, pueden ser el pasado y el futuro, pueden ser la cordura y la locura, incluso la vida y el más allá… Es un personaje capaz de recoger todas las contradicciones sociales y personales que ha vivido y le han afectado en el pasado y sublimarlas en una forma de estar en el mundo tan especial y sensible que choca con la insoportable estupidez y la mediocridad hipócrita del mundo de sus amigos de entonces. Neddy en lo que dice y en lo que hace es como un alien. Y lo es en un doble sentido, si se me permite el retruécano, porque a la vez es extraño, ajeno, extranjero, y también algo así como un ser absolutamente alienado en el sentido filosófico tradicional del término. Es un hombre que ha llegado a tal extremo de alienación social e ideológica que finalmente ha acabado desprendido por completo de sí mismo, pero paradójicamente lo que queda es un ser nuevo, limpio, ingenuo y vivo. No quiero destripar, pero quien vea o haya visto la película comprenderá mejor esto que digo. Porque Neddy a la vez es un hombre que al perderse se ha encontrado a sí mismo y decide tomar el camino hacia ser lo que él cree que es o debería haber sido, un hombre de éxito, ejemplar padre de familia. Ése es el camino absurdo de las piscinas, pero no calcula que entre una y otra hay mucho trecho espinoso que le destrozará los pies y la ilusión, y que cada una de ellas tiene su dueño, que cada piscina es un reflejo vulgar de su dueño, y que en cada una de ellas se zambullirá en aguas que le rechazan. Él cree poseer de alguna forma las piscinas porque conoce el camino que ellas marcan, pero, puesto en marcha, todo le es hostil, porque el conocimiento del camino no es el camino.

La otra gran virtud de El nadador, que obviamente se emparenta con esto que digo es, huelga decirlo, Burt Lancaster. Exuda humanidad. Exhala contradicción. Respira sensibilidad. Lancaster es un actor privilegiado; tiene el don de contar con un físico excepcionalmente hermoso, bien construido, así como un rostro franco y fresco, que sin embargo, por alguna magia que yo no puedo explicar, emana flaqueza, prevención, temor… Las debilidades humanas afloran de su sonrisa confiada, y por eso parece un ser que está siempre por terminar de construir, que tiene tanto de luminoso que lleva una gran sombra detrás que va a tomarnos cuando él pase de largo.
Esta cualidad tan especial se acentuó por supuesto cuando le llegó esta plena madurez física que contemplamos en esta película. Mientras mejor le vemos y mejor se encuentra menos parece conocerse y más consigue emocionarnos con ese lento zozobrar que es el discurrir de la película.

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