
Hace casi tres años, al poco de crear este sitio, ya escribí un apunte sobre El hijo único. Hoy cambiaría algunas cosas, en especial apreciaciones mías, sorprendido como estaba por rasgos del primer cine de Ozu que entonces conocía más superficialmente y que ahora, como es obvio, tengo más cercanos. Pero en general es un apunte que me apetece dejar, porque además lo escribí cuando nadie pasaba por aquí, así que menos que nadie lo habrá leído. Pero antes de reproducirlo de nuevo, me gustaría completarlo con un texto del mismo Ozu menos conciso de lo habitual sobre esta película que representó para él un cambio en su trabajo en muchos sentidos, por tener que abandonar el cine mudo de una vez por todas y sobre todo los estudios de Kamata, que eran su casa y que se resistió, como verán, a abandonar. De paso les recuerdo, aunque lo digo en el recuadro rosa que cierra cada entrada, que muchas de estas palabras de Yasujiro Ozu están tomadas de La poética de lo cotidiano, escritos sobre cine de Yasujiro Ozu, de la editorial Gallo Nero que por cierto -me salgo por la tangente- tiene también algunos libros sobre ciclismo clásico que son pura delicia.

Cuenta Ozu sobre El hijo único:
Fue mi primera película sonora. Tenía ya preparado el guion para Tokyo yoitoko*, habíamos empezado a rodarla… No recuerdo por qué no continuamos después. Así que volvía a revisarla y la adapté para el cine sonoro. Por la documentación parece que es una película rodada en Ofuna, pero esta película se hizo con el sistema de audio de Shigehara, así que no podíamos utilizar los estudios de Ofuna. Utilizamos los de Kamata, donde no quedaba ya nadie porque los habían ido despidiendo. A causa del ruido de los trenes que pasaban por allí era imposible rodar de día. Rodábamos desde medianoche hasta las cinco, y cada noche terminábamos cinco escenas. Era muy divertido. Yo estaba metido hasta la médila en la forma de trabajar del cine mudo, hasta tal punto que tuve dificultades. Sabía bien que las películas sonoras eran distintas, por naturaleza, a las del cine mudo, pero todo lo que yo rodaba acababa siempre por parecerse a una película muda. Estaba completamente desorientado y llevaba cuatro o cinco años de retraso respecto a los demás. Pensaba que era demasiado tarde. Sin embargo, ahora, cuando pienso en ello, estoy convencido de que probablemente haya sido mucho más útil para mí haber explotado hasta el fin todas las posibilidades del cine mudo.
*Título original del proyecto, curiosamente Tokio es un lugar agradable, concebido como film mudo.
Esta película es muy especial, pues además de sus grandes méritos cinematográficos y de lo emocionante y hermosa que es, supone una especie de bisagra en la carrera de Ozu, como bien anota Antonio Santos, ya que incluye elementos de todo lo que hemos estado viendo hasta ahora y adelanta los temas, incluso las subtramas machaconas -el profesor prometedor que acaba fracasado en una freiduría es una de ellas, que empieza aquí- del Ozu que viene después, que es el que conoce el público no muy especializado. Es una extraña bisagra, que suena oxidada por su horrible toma de sonido, pero que alcanza las cotas más altas del elegante lirismo visual de Ozu, ese que irá estilizando al hacerse mayor, pero que aquí aún se mezcla con pósteres de estrellas, escenas estudiantiles, y cómo no Tokkan Kozo, El pilluelo, Tomio Aoki, haciendo de las suyas y terminando, claro, en el hospital. De donde venía Ozu se da la mano con a donde va Ozu. El hijo único es a la vez fin y principio y también, como el hijo protagonista, un poco fallida y muy venerada tanto por su creador como por nosotros. Les dejo ya con mi texto antiguo.

“La tragedia de la vida empieza con el vínculo de padres e hijos”, reza una frase al principio.
Empezamos en 1923, en la sedería de Shinshu donde trabaja Tsune. Pero son unas lámparas lo primero que vemos, y nos conducen al interior de esta mujer sacrificada. Toda la película está llena de lámparas y otros objetos que parecen asistir a la historia, triste y lamentable, de esa madre y su hijo fracasado. Las lámparas, los braseros, los pájaros, los pósteres, los cacharros de cocina, las máquinas de las sedería… En Ozu la carga alegórica de los enseres se manifiesta con especial fuerza en sus películas de los 30. De hecho a mí me parece que sus famosos “planos-almohada” de nubes, tendales, trenes o edificios que marcan pausas significativas, no son en su origen más que metáforas visuales. En las películas de posguerra, las del Ozu más reconocido, los objetos y estos planos de transición terminan deviniendo una suerte de rígidos arquetipos que se repiten, una hermosa forma de puntuar alternativa a los fundidos tradicionales. Sin embargo, en sus filmes de los 30, menos “sofisticados” y algo más convencionales, pero en algún sentido más sinceros, todo tiene más carga poética. De hecho hay un plano-almohada inaudito, puesto que los objetos esta vez no son ropas ni chimeneas ni teteras ni nubes, sino unas mujeres quietas que, sentadas en la calle, componen un coro silencioso que da paso a la vida.
La historia del profesor (Chysu Ryu, en su primer papel de verdadera importancia con Ozu) es la historia un poco de Ozu cuando fue maestro rural. Sin embargo el Sr Okubo vuelve a Tokyo, y a pesar de su respetabilidad, acaba friendo costillas de cerdo en un puesto sin clientela (en esto le fue peor que a Ozu). Si era el modelo del hijo allí en Shinshu, ahora es el modelo del hijo en Tokyo, un fracasado con 4 hijos sin perspectiva ninguna. Su hijo solo tiene un bebé por ahora, pero sabemos que vendrán más, y su vida deplorable y su falta de voluntad y mala suerte no vaticinan nada bueno.
Ryosuke, el hijo, vive en una casucha al otro lado de un descampado en las afueras de la ciudad, junto a la mayor incineradora de basura. Solo cuenta con una mujer solícita y hermosa y lleva ya la carga de un hijo. A su madre no le había dicho nada de esto, por cierto. La culpa de todo parece ser de Tokyo. Tokyo es el alfa y el omega del cine de Ozu -y otros- porque en Japón parece que todo debe pasar por allí o terminar irremediablemente en este lugar último del fracaso. La madre ha vendido todo, ha renunciado a unas pocas posesiones para que su hijo, finalmente, no pueda aspirar más que a ser un paria en una ciudad llena de personas mejores que él. Haber estudiado no le da de comer, pues es un maestro de mierda en una escuela vespertina.
El antiguo profesor les regala una especie de conjuro en forma de póster que hay que colgar del revés para que los niños no lloren. Cuando, tras hablar madre e hijo y sacarlo todo a la luz, vuelvan a dormirse, hay un plano de 57 segundos de ese conjuro, y un silencio de reloj, porque la vida no ha funcionado pero el conjuro sí. El niño duerme y abrirá los ojos en una casa miserable.
Su abuela marcha y deja una nota –compradle algo a mi nieto-, con un billete. La película termina en Sinshu, donde la madre asume que su vida ha sido una suerte de desperdicio: sin disfrutar de su hijo, sin disfrutar del fruto de su trabajo, sin disfrutar siquiera de la falsa ilusión con la que antes de visitar la capital podía contar.
Es una película maravillosa. Dice Burch que la obra maestra de Ozu. Es de las más grandes. Quizá cuesta enclavarla en el magma del gran cine de Ozu porque se aparta de alguno de los tópicos presentes en los peliculones posteriores. Por ejemplo: es un dramón con bastante lágrima y mucho contenido social. No es extraño en el Ozu de preguerra -mucho más emocional/emotivo que el posterior- pero incluso dentro de esta época sorprende la linealidad del argumento y de los sentimientos. Apenas hay fragmentación narrativa, y teniendo dos grandes elipsis (caso casi único en Ozu) no hay agujeros negros argumentales, ni desvíos de la corriente narrativa hacia instancias secundarias que sirvan de anticlímax, como luego será habitual. Hay una franca y directa manifestación de pensamientos y emociones que no se eluden, si acaso se retrasan. Tampoco hay, y en esto se mantiene la tónica del director, final cerrado, ni motivos para que adivinemos que el futuro será mejor -o peor- que el presente. La historia se clausura con el portón cerrado de la sedería, desde un par de ángulos. Que quede claro que del final ya no se sale.
Otras cosillas:
- curiosa la germanofilia (estamos en 1936) que se manifiesta tanto en el poster “turístico” que adorna la casa del matrimonio si bien Ozu no lo muestra al completo, como en la escena de un musical austríaco, Leise Flehen meine Lieder (Willi Forst, 1934), que ven madre e hijo en el cine. “Esto es una peli sonora”, le dice el hijo a su madre, que se duerme, jaja. Una escena por cierto que Ozu nos muestra completa, larga y ajena, quizá para reforzar el contraste con su cine y con esta historia urbana y miserable.
- el póster de Joan Crawford que está en la casa del hijo y que aparece prácticamente en todos los planos interiores, supervisando el acontecer de los hechos.
- puesta en escena: barroquismo de los objetos, composiciones absolutamente bellísimas todas ellas, uso muy radical del foco, con algunos casos de conversaciones totalmente desenfocadas mientras que vemos una tetera, almohada u otro cachivache en primer término.
- Los niños, el humor y la simpatía, siempre presentes en Ozu, incluso en esta historia llena de drama y silencioso desgarro.

Esta entrada forma parte del Especial kanreki de Yasujiro Ozu
Todas las citas literales de Ozu, salvo que se indique lo contrario, están extraídas de La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine de Yasujiro Ozu, traducido por Amelia Pérez de Villar y editado en Gallo Nero.
Si menciono a Antonio Santos suelo referirme a lo leído en su monografía sobre Yasujiro Ozu editada por Cátedra.
Se pueden consultar la ficha de cada película y otros análisis en IMDB, Filmaffinity y Letterboxd.
En inglés se puede leer el análisis técnico de David Bordwell de cada película legal y gratuitamente de su libro Ozu and the poetics of cinema en este enlace.
En Internet Archive hay algunas películas de Ozu que no se pueden encontrar en las plataformas habituales.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España.
Hola tocayo
Después de narrarnos el rosario que supone el argumento nos dices «es una película maravillosa…» y como que el aire se hace menos denso, se respira mejor. Puesto así, frustración tras frustración, recuerda los tiempos de los seriales radiofónicos. Pocierto, en aquellos tiempos, no faltaban las estampas «virginales» en las casas de por aquí. Entre vírgenes y Joanas Crawfordes se desarrolla la vida.
No es raro que prefiriese seguir con el cine silente; el primer «peaje» trabajar de doce a cinco… y con cambio de «oficina».
Un saludo, Manuel.
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Hola tocayo,
pues sobre lo que dices de los horarios, te comento una curiosidad de Ozu. Cuando ya era un tipo importante, en los 50, y ganaba mucha pasta y podía establecer algunas condiciones y elegir el equipo de trabajo (que era siempre el mismo) dicen que jamás, salvo estricta necesidad, rodaba después de las 17, porque para él era sagrado tener su tarde-noche de sake-asueto, para llegar al día siguiente lo mejor dormido posible.
Esto, que parece una bicoca laboral, era un fastidio para los curritos del estudio, pues los sueldos base eran muy bajos y a fin de mes se llegaba echando horas extras que con Ozu no se hacían apenas. Hay que decir que a pesar de ello les compensaba perder por un par de meses medio sueldo, por el honor de trabajar con el maestro y porque además el ambiente era de paz disciplinada y buen rollo limitado, que es lo que más le agrada al mediano empleado nipón.
En las casas de mis abuelos vírgenes había, claro, incluso alguna de esas que iban llevando de casa en casa aún o sé por qué. Pero a falta de Joanas buen lucían los calendarios de La chiquita piconera. Y olé.
Un abrazo
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