Hace unos días han repuesto esta obra maestra de David Lean en la tele. Mis queridas convivientes, como se dice ahora, han tenido la inmensa suerte de verla por primera vez mientras yo estaba por ahí montando en bicicleta y a la vuelta, cuando les he preguntado que qué tal, me han respondido esa frase temible, ese epitafio del cine y frontispicio del infierno audiovisual que es el doloroso está bien, pero un poco lenta. Ojiplático les he pedido razones y, como es habitual, lo de la lentitud se reitera o transfigura en sinónimos apresurados, sin que parezcan necesarias más razones.
Quiero pensar que se refieren a la segunda parte de la película, cuando el comandante vuelve con el comando inglés a volar el puente. Hay ahí varias escenas que parecen intrascendentes y que tienden a alargarse sin motivo aparente, es cierto; por ejemplo la conversación para enrolar al comandante en la misión y sacarle de la playa donde tontea con enfermeras, o la presentación del joven soldado y sus problemas con el uso del cuchillo. También en la primera parte hay visitas a Saito por parte del Coronel Nicholson que probablemente duren más de lo que hoy nos piden los ojos, y en fin, también secuencias del camino por la selva hacia el puente, con las porteadoras/florero… Todo esto es cierto.
Pero es que esas escenas son las que llenan de contenido profundo a la resolución final y hacen que lamentemos cómo terminan los personajes y el puente y la película. Es que el cine es esto: llenarnos de otras vidas que no existían y que en unos minutos han de tomar forma, para que podamos empatizar con lo que les ocurre y recrear en nuestro espíritu una historia que nunca ha ocurrido en ningún sitio. El problema es que en algún momento se perdió la capacidad de atender a las cosas tal y como se presencian, tal y como están ante los ojos, y las expectativas del público han virado hacia la espera de la recompensa sensorial. Esto que digo es casi un tópico, pero no por sabido y estudiado debe aceptarse y, personalmente, no quiero resignarme y pataleo por ello.
Miramos las películas sin verlas, porque se nos ha convertido en seguidores de zanahorias y nos cuesta horrores fijar la atención en lo que no es tensión o resolución.
Las conversaciones que construyen personajes, las imágenes que son metáforas sobre las que hay que intervenir intelectualmente -esos murciélagos, esas aves de presa, esa daga de Saito que nunca llega a usarse- la elección del contexto visual -esa selva, ese puente- y las mismas explicaciones de los protagonistas sobre sus actos, o incluso aquellas acciones suyas que no tienen explicación plausible -ayudar al enemigo a hacer un puente, no querer ayudar a tus aliados a destruir un puente- se convierten, con los ojos del siglo XXI, en tiempo inútil, porque transcurre a la espera del golpe de efecto, del boom, del continuará, del final feliz.
Si vemos las películas -y las series, en el fondo culpables o deudoras de este fenómeno- pendientes de la resolución de conflictos banales que se suceden, empatizando solo con primeros planos de gente bella o histriónica, removiéndosenos la tripas solo por el ruido y el impacto de batallas multitudinarias o muertes inesperadas, si podemos tener un ojo en el móvil y otro en la peli sin perder “el hilo”, porque ese hilo no es el que remienda el alma con el arte que el cine lleva dentro y, en fin, si todo lo que no nos está divirtiendo nos parece “lento”, entonces sucede que la vida, probablemente, se nos pasará deprisa.
Y tendremos la sensación entonces de que una vida “un poco lenta” hubiera sido algo mejor, más compleja, más memorable y que gracias a sus escenas “lentas” nos conocemos, entendemos y queremos más y mejor a nosotros mismos, como pasa con las películas.

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