A vuelapluma…
- el elemento dinamizador y aglutinador de buena parte de la película, en especial el principio y final, es la violencia “pacífica”, el trastazo, la pelea desbarrada que no deja secuelas y destroza mobiliario. Este modo bufo y grotesco de usar la violencia y el daño al otro es un recurso cinematográfico y escénico antiguo, primitivo, pero en el caso de La taberna del irlandés va más allá de otras obras de Ford donde estaba muy presente en momentos puntuales -que protagonizaba por cierto un Victor McLagen aquí ausente- para animar la acción. Sin embargo aquí constituye, en cierta forma, la columna vertebral de la película, hasta el punto de que solapa, en mi opinión, a la historia de la bostoniana que viene a encontrarse con los pecados de su padre. El mismo “amoroso final”, con Donovan azotando el culo de su amada en una suerte de paroxismo amoroso/cómico/macarrilla cierra bien este capítulo de la violencia exagerada e inane, que serviría de mucho entretenimiento a los espectadores de la época pero ha convertido a esta película, para nosotros, en una suerte de dinosaurio con manchas rosas.

- en conexión con la idea anterior, es interesante analizar lo cerrado que es el arco de transformación de la protagonista (Elizabeth Allen) que pasa de ser una señorita adusta y remilgada a confraternizar enseguida con el carácter vitalista y estrafalario de la isla y sus habitantes -blancos- sin que medie más que algún chapuzón providencial que nos desvele su silueta mojada. Es un personaje cuyo carácter, aparentemente fuerte y tenaz, contrasta paradójicamente con la rapidez en aceptar la personalidad de Donovan, o el “pecado” de su padre o la forma de vida desordenada de todo el mundo. Quiero suponer que esta volubilidad no es arbitraria y que Ford, que es un sabio -y esta una sabia película, ojo- simplemente supo ver que el aparente motor de la historia -el reencuentro de la hija con su padre pasado y presente, y lo que bulle por ahí- funcionaba mejor como su carrocería.

- otro apunte, y esto sí es paradigmático en el cine de John Ford: que el devenir de las cosas lo marque el ausente. Es el que no está pero va a llegar, o aquél a cuyo encuentro hay que ir. En este caso lo tenemos en la primera parte de la película con la ausencia/presencia del Doctor, que condiciona el recibimiento que recibe su hija y el ocultamiento de sus pequeños. No es necesario mencionar otros mil ejemplos en la filmografía de Ford, con mencionar The Searchers (Centauros del desierto), que lo lleva en el título, es suficiente. Lo ausente en forma de persona ida, o de tiempo pasado, crimen cometido hace tiempo, es la una fuerza motriz fundamental en los argumentos fordianos. Con esto se consigue realzar el tono evocador y un tanto irreal de las vivencias que suceden en pantalla, pues parecen estar emanando de algo inestable e indefinido que a causa de su no presencia, de su ocultamiento, abre el campo de la imaginación y amplía la sacrosanta suspensión de credulidad que hace que los espectadores nos dejemos llevar a estas islas irreales, por ejemplo.
- sobre la cuestión racial. En esta película esa “ambigüedad” – o quizá no sea esta la palabra más adecuada- con la que los no-WASP son tratados en las películas de Ford, (como una distancia respetuosa desde la vigilancia y el dominio) se dispone en algo que, siguiendo el camino de la farsa exótica que es toda la cinta, se columpia entre el ridículo y la solemnidad. Los nativos son tratados con respeto, pero no son más que un decorado cantante, la tristeza de Amelia por constatar el racismo de sus amigos adultos cuando tiene que dejar su casa para que venga su hermana no vuelve a aflorar en toda la película, y queda como un pequeño anticlímax. Los chinos y japonesas son seres monomaníacos, que existen para una sola tarea, y, en fin, el personaje más patético de todos, porque no hace ni gracia, es el nativo secretario del gobernador, que aspira a ser como los blancos. Sin embargo yo no me atrevo a calificar todo esto como racista o como un acto de menosprecio. Bien me abstengo de juzgar las formas de juzgar antiguas. De lo que quiero dejar cuenta es de que, en el fondo, hay que ser un gran creador para poder presentar de forma natural y creíble esta contradicción que nuestro siglo ya no soporta.

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