Una producción de la España derrumbada de la posguerra sobre otra fantasiosa España decimonónica. He leído por ahí que sus llamativos juegos de sombras y luces se deben, entre otras cosas, a que hubo que rodarla de noche, debido a los constantes cortes de luz que se producían durante el día y que además alargaron la producción varios meses. El Clavo además adolece de muchos defectos de este cine de evasión histórica de bajo coste tan de moda y tan propicio a las autoridades en aquellos días. El tema, una anécdota judicial propia de un cantar de ciegos, basada en un relato de Pedro Antonio de Alarcón, es uno cualquiera que sirva de excusa para hacer un cine con trajes vistosos y preocupaciones que distraigan de la miseria y el desgarro del país semienterrado que era España en 1944.

Los diálogos son de una pomposidad y una afectación ridícula, escritos en un castellano floripondioso y completamente artificial. El sonido es regulero, el aparato visual meritorio, cierto; la ambientación histórica fantasiosa y carnavalesca y los personajes tópicos típicos. En fin, la película es hija de su tiempo y sus condiciones, y de hecho comienza como una historia costumbrista en la que se inserta un amorío con calzador.
Sin embargo, tras un primer acto de aparente convencionalidad folklórica la película se va enriqueciendo primero con un atractivo visual que crece mucho tras el baile de máscaras rodado y fotografiado con brío y gusto, que nos saca un poco del aire teatralizante que no deja de tener toda la historia. Como siempre, la noche viene al rescate y lo que era un enredo cansino deviene en misterio e interés. Una vez que la magia del enamoramiento queda rota por tener que partir el juez (muy bien interpretado por Rafael Durán) y los golpes del destino que vienen después, la película entra en otra dimensión que hace de ella una pieza especial y memorable.

Con el hallazgo de “el clavo” la cinta se vuelve más “película” y menos “comedia”. Los tiempos -siempre ágiles desde el principio del metraje, y bien medidos- se adaptan a la nueva situación y hay mucha habilidad en ello porque, sin abandonar el relamido discurso avejentado de los diálogos, el golpe del destino que convierte a Blanca en Gabriela, si bien es inaudito, descacharrante, increíble y fantasioso, nos atenaza e interesa.

Total, que llegamos al acto final del juicio deseando que otro golpe del destino libere a Blanca de su responsabilidad, y empatizamos con el juez que debe condenar y no puede, y queremos que el mundo no siga su curso natural, sino el guionizado. Por eso El clavo es gran cine. Que lo que parecía una película más del montón se vuelva especial y memorable es una virtud que me llama la atención, porque me quedo siempre pensando de quién es el mérito. El mérito, por supuesto, es del oficio y de los oficiantes. Casi todos los cineastas son personas valiosísimas y con gusto; por eso mismo en ocasiones, aunque se vean encerrados en un sistema productivo pacato o encasillados en géneros o esquemas medianos y confortables, a veces salta la chispa, y se produce el pequeño milagro, y ustedes que lo disfruten.

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