Infierno en el pacífico (John Boorman, 1968)

Un oficial japonés (Toshiro Mifune) y un aviador norteamericano que ha sido derribado (Lee Marvin) coinciden en un islote del pacífico. Ninguno habla ni una palabra del idioma del otro y ambos, enemigos en guerra, recelan el uno del otro y terminan colaborando para salir de la isla. Hasta aquí la sinopsis, y no hay mucho más que contar para no destripar el final, interesante y sorprendente, así que ahí lo dejo.

Hell in the pacific es un producto arriesgado y problemático en su planteamiento. Todo un largometraje basado en el carisma y los recursos de tres personajes (Mifune, Marvin y la isla, con un par de secundarios que no desvelo) porque apenas hay drama o historia que contar. Además el espacio frondoso y opresivo de la isla es, en el fondo, anodino, porque apenas hay en ella unos pocos elementos naturales a partir de los que construir el anecdotario de la peli. Serán todos ellos usados, por cierto.

Así pues, la apuesta era construir un relato interesante, entretenido y profundo contando solo con los recursos y el carisma de dos grandes actores, que además por sí solos ya representan un estilo de vida y unos personajes prototípicos que conocemos de otras películas bélicas.  La trama se reduce a pequeñas estratagemas para fastidiar el uno al otro en principio y luego colaborar ambos para sobrevivir. Su mayor handicap: que la ininteligibilidad mutua de los dos personajes, poco realista por otra parte, convierte a la peli en pura pantomima a veces repetitiva.

Creo que el resultado es satisfactorio y que el desenlace, que me empeño en no desvelar, es totalmente inesperado, lo que se agradece, y aporta además una cierta lección casi filosófica, en un último giro que transforma el log line de la película. Lo que venía siendo una reflexión sonriente sobre la soledad, la amistad y la igualdad esencial de las personas, acaba convertido en una fábula sobre el efecto que la cultura y las convenciones tienen sobre nosotros. La moraleja es que la naturaleza nos iguala y la cultura nos separa. Por supuesto que esto tiene que ver con lo otro, y deriva de ello, pero es un giro que no nos esperamos y que, repito, hace que en su último minuto la película gane varios puntos que se habían ido quedando por el camino un tanto en espiral que venía transitando.

Porque en sus dos primeros actos Infierno en el pacífico adolece, en mi opinión, de un trabajo más riguroso de guión. La historia no avanza nada en la primera hora, y es así no por falta de anecdotillas, sino porque no se desarrollan los personajes. No es fácil apreciar para nosotros la transformación que les conduce a considerarse amigos en el último acto. Son -en especial el soldado americano- personajes rígidos, empeñados a la vez en mantener una posición insoportable, porque les conduce a la inanición y la muerte, y en acercarse al otro sin que el afecto o el desprecio asomen de verdad nunca, es una sensación extraña para el espectador, que, al menos en mi caso, me impide empatizar a largos ratos. Quizá Boorman ha pensado que la isla en sí misma como escenario y verdadera protagonista, proveedora de recursos y elemento catalizador, iba a ser suficiente para tener en vilo a la película, los protagonistas y sus espectadores. En esta falta de dinamismo dramático tendrá que ver, supongo, que el guión original, pensado para ser dirigido por Robert Altman, fue recauchutado por Boorman y sus colaboradores.

Fue una película de producción problemática, rodada en un islote perdido por la absurda imposición del director, lo que generó unas condiciones de vida incómodas y muchos roces especialmente con Toshiro Mifune, que se resistía a las directrices de un director que parecía no querer tener en cuenta las sutilezas propias de la cultura nipona. Vease la página 497 y siguientes de «Akira Kurosawa, el emperador y el lobo» de Stuart Gailbraith IV, T&B editores, para más jugosa información sobre la producción.

Sobre el duelo interpretativo que se plantea entre Mifune y Lee Marvin, siendo ambos grandes intérpretes, me parece que en este caso el japonés gana y logra sobreponerse incluso al hecho de ser -acaso involuntariamente, pero reina un etnocentrismo irremediable- el “otro”, el que no es como nosotros y al que vemos desde los ojos del aviador yanqui. Digo que Mifune gana porque tiene una cantidad de registros que Lee Marvin no puede ni empezar a sospechar que existen. Al principio me temí que tocaria aguantar al Mifune chillón y enloquecido de Rashomon, que me satura un poco y es magro ejemplo de su capacidad. Pero no, hay muchos hombres dentro del oficial japonés que interpreta, y a todos ellos les anima con intensa y plástica profundidad. Lee Marvin, sin embargo, lo fía todo a su especial carisma físico. Tiene una presencia en pantalla de indiscutible potencia, pero aquí estaba en un mano a mano con uno de los más grandes y más profesionales actores de la historia, y personalmente creo que se le ve el plumero.

Como es conocido, de esta película Wolfgang Petersen hizo una versión, Enemigo mío (1985) llevando la historia a la acción extraplanetaria, convirtiendo al “otro” en un alienígena. Tengo yo una extraña deuda con esta otra película. En el lugar donde trabajaba hace unos cuantos años se nos ocurrió montar un “cine forum” y me dio por programarla en la primera sesión, ya que la había visto hacía poco y me pareció interesante. Sin embargo al escaso público asistente le pareció un coñazo infernal, se la tomaron a cachondeo y, en fin, allí terminó el cine forum y mis ganas de organizar más. No he vuelto a verla desde entonces, me ha dejado una heridita.

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