Se nota mucho cuando Hiroshi Shimizu se toma una película en serio. Incluso si el material de partida no es el que más se aviene a sus gustos (en este caso una novela de Kojin Shimomura que no he leído) pone arte y sabiduría en cada segundo que rueda, y uno lamenta de nuevo, -es un pensamiento que se va agrandando con cada nuevo visionado de su filmografía- que fuera una persona tan poco comprometida con su obra y su legado.
La historia de Jiro es una buena prueba de esta idea. Se trata de la típica historia de crecimiento de un niño (Jiro, obviamente) sin anécdota o desarrollo narrativo alguno más allá de sus conflictos internos con las madres que le han tocado y los avatares que trae la vida y la tradición. Con un guion muy soso, que acaso sea un resumen esquemático de la novela y que además está salteado de impertinentes rótulos para hacer avanzar el tiempo, Shimizu ha sabido hacer una película llena de intensidad dramática, que a cada minuto se va volviendo más profunda y trascendente, repleta de imágenes memorables y esa emoción seca, profunda e inamovible, como las raíces de un tronco ya seco pero imposible de arrancar, que solo suelo encontrar en el cine oriental.
Ambientada en los primeros años del s XX, La historia de Jiro son los primeros años de consciencia de sí mismo de un niño perteneciente a la familia Honda, casa de nobles samurais cuya riqueza y prestigio está en declive como es el signo de estos tiempos de la Era Meiji. Siendo el segundón, a Jiro como es tradición le mandaron con su Bâya (ama de cría, o madre adoptiva) Ohama, que le ha criado junto a sus propios hijos y ha hecho de él un niño mimado y caprichoso. Cuando llega la hora de empezar el colegio Jiro ha de volver a la casa de los señores, sus padres. Se desgarra por dejar a su Bâya, a la que quiere más que a su madre, a la que apenas conoce, y además Omaha es “invitada” a emigrar de vuelta a su pueblo, para evitar el contacto con el niño.

Esto es solo el comienzo, no contaré más, pero toda la película gira en torno a los conflictos internos que le acarrea al mismo Jiro y a sus familiares el cierto desbarajuste que existía en aquel tiempo entre las relaciones familiares/tradicionales y las naturales de afecto entre madres e hijos. Sin desvelar más de la trama, solo comento que Jiro debe enfrentarse a los dilemas y contradicciones internas que le provocan las confusiones, obligaciones, sobreentendidos y deseos que debe enfrentar con nada menos que tres “madres”.

Hasta aquí está claro que esta película no aporta nada nuevo para quienes estamos familiarizados con el cine nipón de la época. Es la típica historia sensiblera, cine para y sobre madres (que eran, como los estudiantes, un buen trozo del pastel de la taquilla, por disponer de algo de tiempo libre) que constituye el grueso de la filmografía de Naruse, por nombrar a todo un especialista en estas dramáticas lides. Sin embargo, La historia de Jiro es diferente, incluso sin llegar a ser una obra maestra, porque está repleta de momentos, detalles y soluciones cinematográficas brillantes, llenas de magisterio y buen criterio. Tanto es así que esta historia tópica y anodina en su contexto cultural va creciendo con el tiempo -el del metraje y el histórico también-, como decía antes. Uno empieza a verla por curiosidad y cubrir el expediente y termina lleno de ideas y emociones, comprendiendo lo incomprensible (esos vínculos familiares y afectivos del Japón de hace 100 años) y deseando que la próxima de Shimizu que caiga esté al menos a su misma altura.
Dejo apuntados algunos de los momentos para mi gusto (y mala memoria) más especiales y personales desde el punto de vista de la puesta en escena o el argumento:
- Lo primero, a modo de curiosidad. Por supuesto que Jiro ¡se mea en la cama!, lugar común de prácticamente todas las películas de Shimizu y otros directores de posguerra. Afortunadamente su abuelo se lo perdona. Se arreglará yendo a un curandero en Kobe especialista en moxibustión. Afortunadamente, como ya dijimos en otro momento, Shimizu ya dio con el remedio definitivo alejado de pseudociencias.

- La primera despedida de Jiro y su madre adoptiva, de una sobriedad y una ternura apabullantes.
- Varios travellings de interior (cosa no muy común en Shimizu) bastante complejos pero nada artificiosos con los que con mucha naturalidad se muestra el juego de los niños en la gran casa de los señores o, en otra escena tremenda e inolvidable, la llegada de los que vienen a visitar a la madre enferma. Este segundo plano secuencia es realmente estremecedor a la vez que sobrio e intenso. Canela fina.
- No sé cómo lo hizo Shimizu para lograr de un niño un gesto tan adulto y complejo, pero los primeros planos de Jiro en los momentos más dolorosos del filme son sencillamente apabullantes, sobre todo por cómo contrastan con las demás personas que comparten la escena.

- El tratamiento de los personajes es excepcionalmente rico a la vez que sobrio. Siendo todos ellos un tanto esquemáticos, y ninguno protagonista al nivel del niño, Shimizu logra que con apenas unas frases sus pensamientos expresados (y los que no se verbalizan, que en este Japón son los importantes) queden no solo manifiestos, sino bien reforzados. Pienso en cada una de las madres y sobre todo en el padre, hombre sensato y bueno que carga con pesares que no menciona mientras tiene que hacer frente a los desplantes de un Jiro desubicado y rebelde.
- La naturalidad que, por otra parte, nunca abandona Shimizu en sus decisiones de puesta en escena, ayuda a que la película mane como un arroyo primero tranquilo y luego más caudaloso y erosivo sin excesos melodramáticos y, sobre todo, consiguiendo esa magia que tienen las películas donde no hay malos ni buenos, sino gente que lleva la vida como cree que puede y sabe. Una película que ni enjuicia ni insiste. Que muestra y ofrece.

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Hola tocayo
El melodrama y el tango tienen muchos lazos y, en esta ocasión, me has recordado a la «compañera fonética de Jiro»: Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa yira, yira.
Un saludo, Manuel.
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Hola tocayo,
yo quisiera irme de gira al Giro de Italia de 1946 y acercarme sibilino a Gino Bartali y decirle cómo lo haces campeón para ser tan grande sin que se note, tan secretamente bueno, tan públicamente zafio, tan fumador y buen ciclista. Historias del Giro
Un saludo, Manuel
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