(artículo publicado originalmente en el número 298 de diciembre de 2020 de la revista Versión Original, dedicado a los experimentos)
La sinopsis: Okuyama (Tatsuya Nakadai), ingeniero en una importante empresa, sufre un accidente manipulando productos químicos que le desfiguran por completo el rostro. Debido a su deformidad sufre el esperable rechazo social y el extrañamiento físico de su mujer. Un psiquiatra (“Dr. K.” se llama en la novela original, el homenaje a Kafka es sonrojante) le propone usar una especie de máscara biónica, como la llamaríamos hoy, para regresar a la sociedad. Sin embargo el propósito del experimento no es devolverle su antigua identidad; Okuyama desea jugar de alguna forma con aquellos que ahora sienten repugnancia por él, incluyendo a su mujer, mientras que el Dr. K. lo que pretende hacer es un experimento ético, ver qué decide hacer con su nueva vida y qué es lo que le ocurre en ella a un hombre que se reintegra en la sociedad liberado de toda identidad anterior, así como comparar todo esto con nuestras conductas cotidianas de ocultación tras las habituales máscaras que portamos a diario. El psiquiatra se plantea incluso la posibilidad de patentar y vender el sistema: comerciar con rostros de quita y pon que nos permitan ser “nosotros mismos” de nuevo. En paralelo a esto hay otra historia, la de una joven con medio rostro quemado por la explosión nuclear de Nagasaki que parece sentirse tranquila solo en compañía de su hermano y en el hospital psiquiátrico en el que trabaja, donde a nadie le importa su cicatriz. Como veremos, el sentido y el tono de este otro episodio, sin conexión narrativa con el principal, es distinto y complementario de este.

El rostro ajeno (Tanin no kao, Hiroshi Teshigahara, 1966) es la tercera colaboración -de cuatro en total- de su director con el escritor Kôbô Abe, autor además del guión en el que adapta su propia novela. El anterior trabajo de ambos fue La mujer de arena (Sunna no onna, 1964), film muy conocido y ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes. Quizá sea su ambiente urbano y culturalmente más occidentalizado, menos exótico para nosotros, lo que hizo que esa repercusión no se repitiera en el caso de El rostro ajeno y que este film, a pesar de estar según mi criterio al menos en el mismo nivel de excelencia que el anterior, haya quedado prácticamente olvidado. No sé si su fama hubiera trascendido en el caso de rodarse en occidente, pero desde luego sí considero que está a la misma altura cinematográfica que otras tres películas en las que es muy difícil no pensar mientras la vemos. Me refiero a Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), Persona (Ingmar Bergman, 1966) y La conversación (Francis Ford Coppola, 1974). Son como digo ejemplos -posteriores y en el caso de la película de Coppola la influencia parece directa- de películas que han quedado en el imaginario popular con la etiqueta quizá un tanto lela de “película de culto”, pero presentes al fin y al cabo, suerte que nuestra película no comparte. También es inevitable pensar al verla en La piel que habito, que por cierto se parece muchísimo más a esta película nipona que a Los ojos sin rostro (George Franju, 1960) supuesta inspiración confesada por el mismo Pedro Almodóvar para su cinta de 2011.
Sobre El rostro ajeno flota, por otra parte, la influencia del surrealismo y creo que de forma muy obvia del primer Alain Resnais, que refuerza un poco la presencia de Eiki Okada, coprotagonista de Hiroshima mon amour (1959), en el papel del psiquiatra. Sin embargo, en mi opinión las fuentes que anegan este pantanoso film son más literarias que cinematográficas. Kafka, Camus, el surrealismo y la ciencia ficción clásica son el telón de fondo de una historia -bueno, dos- en la que la literatura, y sobre todo la filosofía, han mordido quizá con demasiada fuerza, de manera que si algún defecto queremos adjudicar a la película es que adolece de un guión demasiado discursivo, encastrado en un ritmo lento y reflexivo, trufado de sentencias y elucubraciones demasiado abstractas y terminantes, que a unos epatarán y a otros pueden adormecer eso sí muy puntualmente, pues -aclarémoslo- la película en su conjunto no es aburrida ni mucho menos. Una prueba de este “logocentrismo” desatado es que el episodio o parte de la chica desfigurada resulta mucho más natural y memorable, creo yo, que la principal de Okuyama, quizá porque contiene menos palabras y más cine.

Esta trama paralela de la chica con la cara quemada, que aparentemente no tiene conexión espacio temporal con la otra, tiene una obvia lectura histórica y política, un poco como recuerdo haber pensado tras ver La mujer de arena hace tiempo. En efecto, como víctima de las bombas atómicas, parece representar la herida y la humillación que supuso para Japón su lanzamiento y la rendición en la Segunda Guerra Mundial. Por esto quizá los habitantes del hospital psiquiátrico donde ella trabaja, todos víctimas de estrés postraumático, parecen cohabitar naturalmente con su cicatriz, pues ellos llevan otras de la misma naturaleza. Cuando uno de los internados pretende abusar de ella escuchamos, cuando la persigue por una escalera que bajan, creo que un discurso de Hitler de fondo… Parece una alegoría un poco obvia pero quizá no desacertada de cómo el Imperio Japonés se dejó arrastrar y seducir por una época de fascismo y populismo hacia el desastre. Alemania está presente, por cierto, en la parte de Okuyama, pues es en un bar alemán donde al Dr. K. digamos que le sale el lado “Mr. Hyde” y se le ocurren las ideas más sórdidas sobre la naturaleza y utilidad de la máscara.
Si en la parte de la chica quemada la lectura es histórica, en la parte de Okuyama, que ocupa la mayor parte del metraje, las ideas se quedan en un plano más individual, si bien el trasfondo creo que siempre es Japón, su cultura y su incesante e insoportable debate interno sobre lo viejo y lo nuevo. Okuyama se ha quedado sin rostro, sin identidad -como Japón sin imperio y sin honor- y cuando tiene uno nuevo, en vez de dedicarse ser otra persona, a generar nuevos valores y entregarse al libertinaje sin responsabilidad alguna, como parece desear o suponer el Dr. K que ocurriría, lo que hace es intentar recuperar lo que ya tenía, como Japón intentaba en aquel tiempo -no sé si habrá dejado de hacerlo ya- reencontrarse con su pasado, y pretender que en este no figuren ya los errores que lo condujeron al desastre y sobre todo a la humillación de ser colonizados política y culturalmente por occidente. En fin, muchas pueden ser las lecturas de una historia tan llena de ideas y sugerencias.
Y si sugerente es lo que se dice en ella, lo que vemos en el nivel de la puesta en escena es como mínimo interesante. El estilo visual varía dependiendo del momento y el escenario. Podríamos decir que hay tres niveles o elecciones de puesta en escena:
- Uno más “convencional”, aunque levemente envuelto en los tics visuales propios de la época con sus zooms, desenfoques, planos cenitales, etc, dispuestos en todo caso con mesura. No le perdono a la película, eso sí, lo único que no perdono a ninguna película, que es poner el FIN sobre un fotograma congelado, pero esto es manía de un servidor. En este estilo convencional están tratados los exteriores, las conversaciones del protagonista con su esposa y la historia de la chica en general.
- Hay un estilo documental muy bien resuelto, y aquí se nota que Teshigahara ha trabajado mucho el género, para las secuencias en la oficina de Okuyama habla con su jefe, y algunas escenas callejeras, incluido algún planos exteriores rodados con cámara oculta, por cierto, bastante chocantes y reveladores.
- Y luego están los momentos más experimentales, que sobre todo pertenecen a las escenas en el laboratorio del psiquiatra. El comienzo de la película es el mejor ejemplo de este estilo surrealista y algo estridente, pero en todo caso conveniente y afinado. Las primeras palabras de Tatsuya Nakadai (qué gran actor) las pronuncia su rostro visto a través de rayos X, y en los primeros minutos solo vemos primerísimos primeros planos o planos detalle. Hasta que no se presenta el asunto no podemos identificar a nadie porque ningún rostro completo aparece. El laboratorio cambia en cada escena, y el trabajo de dirección de arte ha sido sublime. Es un lugar que, quizá, ni siquiera exista. Podría estar en cualquier sitio de este u otros universos, como nos muestra una puerta que se abre en determinado momento. Fragmentos de gente artificial y modelos idealizados del ser humano forman la decoración, así como la inquietante enfermera y amante del psiquiatra, bella optimista e irreal. Esta es la parte de la película que más recuerda a Alain Resnais y Chris Marker.
El rostro ajeno es, pues, una película rica, llena de ideas e imágenes que quizá saturen a alguno, no lo niego, pero que inevitablemente seguiremos rememorando durante horas o días después de verla. Merece la pena, incluso, un segundo visionado para comprender algunas sutilezas del guión que la discursividad de los diálogos o la fragmentación del desarrollo narrativo pueden hacer que no captemos en el primero. Es cine-pasto para las almas y la inteligencia; para ser rumiado, no engullido, y que debemos mezclar con nuestra propia naturaleza para extraer de él lo que pueda nutrirnos, que es mucho.


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Hola tocayo
Muy interesante tratamiento de «el rostro ajeno de arena»; a mi ver esa cara vendada me ha llevado a «el hombre invisible» y, como soy más musiquero que cineorientalero, en ese mismo 1966 unos genios levantaron un monumento de tres minutos cuya primera surrealista estrofa rezaba:
«Eleanor Rigby
Picks up the rice in the church where a wedding has been
Lives in a dream
Waits at the window
Wearing the face that she keeps in a jar by the door
Who is it for?»
Un saludo haciendo gorgoritos mirando a la gente solitaria. Manuel.
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Ay la gente solitaria, que vienen de donde se puede estar a gusto sin más compañía que canciones hechas de cuerda y misterio.
Saludos a venda quitada.
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Me encanta esta película, junto a La mujer de la arena dos de mis películas favoritas hechas en Japón.
A mí ésta me parece algo inferior a la anterior, que para mí es una obra completamente redonda, aquí coincido contigo en que a veces se pierde un poco… pero los puntos álgidos son TAN álgidos que me compensa de sobras. Y bueno, qué decir de Tatsuya, no solo es mi actor japonés favorito sino uno de mis predilectos de siempre.
Un saludo.
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Tatsuya Nakadai es, además de un grandísimo actor, un gusto sensorial. Entre su peculiar rostro de ojos grandes y redondos, tan a contrapié de su raza, y su portentosa voz… No sé si las nosecuántas horas de «La condición humana» se podrían llevar con el mismo placer si no las condujera él y Kaidan, otra joyita, sin su voz narrando alguna de las historias valdría la mitad.
El actor perfecto para actuar sin rostro, sin duda y con gusto. Grande Tatsuya Nakadai.
Un saludo!
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