(Artículo publicado originalmente en la revista Versión Original en su nº 301 dedicado a los DUELOS)
Que el conflicto es el padre -y la madre, y el tutor legal- del drama y de las historias que nos agarran del alma es un hecho de todos conocido. Por eso la práctica totalidad de las películas consisten en un dilema, un enfrentamiento o un equívoco que hay que resolver. Vida y muerte del Coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp. Michael Powell y Emeric Pressburger, aka The Archers, 1943), sin embargo, evita ese recurso y salta por encima de él a pesar de que buena parte de su trama se sustenta en la preparación y las consecuencias de un duelo. Y digo más: este film nos cuenta, sin que esté vertebrado por un único conflicto dramático de importancia, nada más y nada menos que las dos guerras mundiales, la segunda además en riguroso directo histórico. Y se sustenta en la amistad imperturbable entre dos supuestos enemigos, que se conocieron batiéndose en aquel duelo; vamos, que es una película que habla de conflictos sin consistir en un conflicto. Esto merece una explicación.

Porque así son las mejores obras de The Archers: complejas pero nada complicadas, monolíticas en su planteamiento ideológico y a la vez conscientes de las motivaciones del otro. Profundamente intelectuales y evocadoras a la par que ingenuas y levemente pueriles en su discurrir dramático. Por eso sus películas más recordadas son a la vez tradicionales y extravagantes, anticuadas y futuristas, convencionales e irrepetibles; cómo definir, si no, A vida o muerte (A Matter of Life and Death, 1946), Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948) o El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), por quedarnos en lo más conocido de su filmografía. Michael Powell a la dirección y Emerich Pressburguer a la escritura -si bien ambos firman ambas tareas, en buena medida era esa la función de cada uno en esta feliz colaboración bajo la marca The Archers– crearon films tocados por un aura única e indefinible que tengo la impresión personal de que el paso del tiempo irá haciendo más patente y comprensible. Son verdaderas joyas, deliciosas incluso en sus defectos, cuyo aspecto anticuado -y no negaré que fronterizo con lo hortera en algún momento- se ha convertido, con el paso de los años, en un pasaporte visual a otra realidad etérea, que no es la nuestra ni la representada en la pantalla, en la cual podemos reposar tranquilos, disfrutar de colores irreales, actitudes irreprochables e increíbles sucesos que protagonizan seres de un mundo distinto. Ese mundo es el nuestro, pero atravesado por las flechas de la inteligencia, la pasión, la belleza y la más desatada creatividad.
Alguien dijo de Blimp (así la llamaremos en adelante) que es una película “compleja, sin ser complicada”, gran verdad que se hace manifiesta en cualquiera de los niveles de análisis o comentario a que queramos someterla. Su mismo nombre es a la vez muy descriptivo y muy engañoso. Y es que no veremos la vida y la muerte del Coronel Blimp, porque el coronel Blimp no es un personaje de la película, sino el protagonista imaginario de unas viñetas satíricas de la época. Lo que veremos en ella es la vida de un oficial inglés, Clive Candy, desde 1900 hasta 1941. Los oficiales de la época eduardiana, como Candy, eran despectivamente llamados Blimps a colación de esa viñeta. De hecho Clive Candy (impagable Robert Livesey) tiene el aspecto del Blimp de las caricaturas, pero nada de su carácter xenófobo, reaccionario e intolerante. También, al verlo hoy en día, nos da la impresión de ser un film eminentemente propagandístico -no olvidemos que está rodado durante la Segunda Guerra Mundial, en una Londres desastrada por los bombardeos alemanes- y sin embargo el mismísimo Churchill se opuso enérgicamente a su exhibición y además se suprimieron algunas partes antes del estreno. Y es que, a pesar de su furibundo mensaje antinazi, el hilo conductor de la historia es la irrompible amistad entre un oficial inglés y otro alemán, nada más y nada menos.
Volviendo a Blimp, la historia de Clive Candy parece la excusa argumental para hacer un recorrido histórico y emocional por varios momentos de la historia europea en la primera mitad del siglo XX: la Alemania de 1900, el frente belga de la I Guerra Mundial en 1918, la Inglaterra de 1920 y finalmente el Londres de 1941, lleno de peligros, militares, espías y también confianza en la victoria. Un Londres prácticamente contemporáneo del rodaje, cosa que por cierto debemos tener muy presente para valorar lo que vemos. Nuestro bigotudo oficial es un personaje íntegro, bonachón y un poco torpe que tiene una visión de la guerra y de la sociedad romántica y trasnochada. Sus valores son el honor, la lealtad personal y la defensa de las tradiciones del Imperio. Parece que su anecdotario biográfico va a ser una excusa para echar un ojo a la sociedad británica y sus cambios, sin embargo enseguida nos damos cuenta de que Blimp es algo muy distinto. Lo que vamos a vivir es cómo el paso del tiempo afecta a un hombre al que el paso del tiempo parece no afectarle. Y es que el Clive Candy de 1941 no se ha dado cuenta de cómo la guerra, las relaciones personales y la sociedad en general han cambiado desde que iniciara su carrera militar, coincidiendo con el principio de siglo. Esto lo percibimos nada más comenzar la película, cuando aparece por primera vez, ridículo y desnudo, víctima de una jugarreta estratégica en unos juegos de guerra. Entonces, para comprender su derrota, y también sus razones para no reconocerla, retrocedemos con él a sus años jóvenes, y empieza el espectáculo. Prefiero no contar nada de la trama de Blimp; de qué le sirve leerla a quien no la conozca y para qué quiere leerla el que la recuerda. En vez de eso les invito a sobrevolar algunos de sus más felices hallazgos.
Deborah Kerr saltó a la fama gracias a nuestra película -que por cierto fue un taquillazo, en parte por el morbo que despertaba sus intentos de prohibición gubernamentales- y fue una magnífica decisión de casting de Michael Powell no poco arriesgada, y es que interpreta nada menos que a tres mujeres distintas. Un poco como Dios, son tres personajes pero en el fondo una misma persona. Es una porque es la mujer que ama Clive Candy, solo que aparece en su vida en tres momentos y con tres nombres distintos: como un amor del que se da cuenta tarde y no llega a vivir, como otro amor del que disfruta, pero que pierde pronto, y como un amor paternal a causa del infranqueable abismo que es el paso del tiempo. Infranqueable en la realidad, claro, no en el cine. Por eso, porque es una persona que está en el cine, puede ser Deborah Kerr tres personajes distintos. Flashbacks y peluquería hacen el resto. Como decíamos, esto es una película sobre el tiempo, desde esa perspectiva hay que pensarla.

Otra brillantísima actuación es la de Anton Wallbrook, actor austro-británico, interpretando -cojan aire- a Theo Kretschmar-Schuldorff, el fiel amigo alemán de Candy, con una capacidad de transmitir tantos y tan profundos pensamientos y emociones con la sola mirada que es el partenaire perfecto para el amable histrión que interpreta Livesey. La tristeza profunda de su gesto es el contrapunto de la ingenua confianza de su amigo inglés, incapaz de comprender y asumir que la Historia y sus tragedias puede cambiar quienes somos por dentro y también cómo somos considerados por nuestros semejantes.

El campo de batalla belga: en el momento en que a nuestro Blimp se le comunica la firma del armisticio y el final de la Gran Guerra se encuentra en el frente, viajando en coche con su fiel chófer. El campo de batalla está por supuesto recreado en estudio. Es todo tan artificial, tan mentira, está tan hermosamente remedado con telas, focos y arena de pega, que la imaginería cinematográfica trasciende y supera los hechos narrados. Así, el momento se vuelve poético e intemporal, pasa por encima de Candy y de su chófer, de la película que vemos, y se transfigura en el momento histórico cuya importancia realmente sentimos porque se nos regala envuelto y exquisito, representado en un no-lugar tan significativo como improbablemente existente.

Finalmente el duelo: tras casi una hora de prolegómenos y motivaciones, tras la lectura en dos idiomas de las normas, tras ponerse, por fin, los hombres en guardia y las espadas en alto, la cámara, que es sabia, pierde el interés en la lucha y se retira sigilosa, sale por la ventana, nos muestra la nieve que cae, la insignificancia de esa pelea, y cuando vuelva a tierra será para mostrarnos que esos dos hombres se van a hacer amigos y que esa complicidad que ha nacido entre ellos, lo mismo que la cámara, se elevará cuando corresponda, por encima de todas las guerras y conflictos que finalmente el tiempo vuelve insignificantes.


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Qué ganas me has provocado de ver otra vez esta película.
Sí, y recuerdo lo bien que trataba el tema del paso del tiempo.
Es algo que me encanta en el cine.
¡Seguís conectados mentalmente el doctor Mabuse y tú, Manuel! Y es una pasada. Él con otra película muy distinta ha realizado una preciosa reflexión sobre el paso del tiempo en el cine.
¡Adoro el cine de The Archers! Jajajaja, ¿tendré algo de hortera? ¡Puede ser! Me suelen gustar películas excesivamente barrocas, casi alcanzando el rococo. Jajajaja. A Anton Wallbrook le adoro también en una de mis favoritas del dúo: Las zapatillas rojas.
¡Y Deborah Kerr! Está maravillosa también en otra cumbre del dúo: «Narciso negro». Recuerdo una época en la que busqué todo lo que caía en mis manos donde ella estuviera en el reparto. ¡Qué filmografía tiene esta mujer! No sabría elegir ni película ni personaje. Tengo gran aprecio por Solo Dios lo sabe, pero me fascina también uno de sus últimos papeles: Los temerarios del aire de John Frankenheimer.
Beso
Hildy
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Querida Hildy,
es verdad (yo no había caído) que parece que otra vez conectamos el Dr. Mabuse y yo con dos películas que a su vez conectan entre sí en algunos aspectos, pero esta vez es pura casualidad. De hecho esto lo escribí hace ya más de un año y la tenía programada para publicarse hoy desde hace tiempo. Y, si te soy sincero, si me hubiera dado por pensarlo quizá hubiera aplazado su publicación.
Que sea una peli que habla de las consecuencias de la guerra (de una guerra muy The Archers, eso sí, de cartón piedra y colores saturados) quizá sea pertinente publicarlo hoy, viendo lo que ocurre en Ucrania, pero a mí me provoca cierto reparo, no sé. Tampoco importa lo que me parezca, porque al fin y al cabo esto es un rinconcito pequeño.
En cualquier caso es un peliculón, y a mí también me encantan las sublimes horteradas que sabían hacer estos genios. Alguna me parece tan grande (Las zapatillas rojas) que no me veo capaz de escribir sobre ella porque me supera en muchos sentidos.
Un beso muy fuerte
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Hola tocayo
Para mí The Archers son, un poco, como el Coronel Blimp: deliciosamente ingleses y tan fuera de onda que estarán eternamente de moda.
Al hacer la peli tan pegada a la actualidad no fue nada extraño que Churchill tuviese sarpullidos con el tema de la peli. Recuerda que hubo un «regio» problema con un Windsor que añoraba sus orígenes sajones y que le dio serios problemas; no querría ver amistad británico-germana ni en fotogramas con la herida tan candente.
Con la clase y elegancia de Miss Kerr por mi bien puede hacer de trinidad… o de Sartana lo que ella quiera.
Un saludo, Manuel.
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Hola Tocayo,
como soy un joven carca escucho el programa de radio de Garci y sus coleguis. Ahí habla mucho de un libro que no sé si ha escrito o va a escribir que consiste en una entrevista de ciento y muchas páginas a Deborah Kerr ya de mayor en Marbella, porque era la mujer de Peter Viertel, colega a su vez de Garci y sus coleguis antes de pasar a mejor vida, en Marbella.
Seguro que ese libro si cae en mis manos me parece interesante, pero más seguro aún que no me interesa nada porque Deborah Kerr es de uno de esos entes que ha parido el cine que tengo la impresión de que solo son en la pantalla, que no existen fuera. Lo que está de moda llamar «ser de luz» en sentido literal.
¿No tienes la sensación de que en todo lo que hizo Churchill fallaba y acertaba a la vez?
Un abrazo, Manuel
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A mí siempre me ha gustado esta película porque me parece entrañable, hermosa.
Lo es por el propio carácter jovial, y ciertamente ingenuo, de Clive Candy, que parece vivir en una continua ensoñación, como si no viviera en la vida real. La inocencia de un niño en el cuerpo de un hombre, y de no un hombre corriente cualquiera, sino de un militar, lo que no deja de ser una paradoja. Él no es consciente en ningún momento de las trágicas consecuencias de la guerra, no ya en destrucción y muerte, sino de la profunda transformación que conlleva la misma en el propio carácter del ser humano: dolor, tristeza, amargura. Vidas truncadas para siempre.
Y lo es más, si cabe, por su profundo y noble sentido de la amistad, de la verdadera amistad, por encima de cualquier otra consideración con su amigo alemán Theo Kretschmar-Schuldorff. Su rostro es la evidencia palpable de que ya nada volverá a ser igual (fotograma 2). Soberbia actuación la de Anton Wallbrook al igual que la de Robert Livesey.
Desconocía por completo lo de los Blimps y que su nombre viniera de un personaje de una viñeta satírica. Si como dices es así, nada tiene que ver este despreciable personaje satírico con nuestro protagonista. Ya tenemos bastante Violencia, Odio, Xenofobia en nuestra realidad.
UN abrazo Manuel.
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Sintetizas a la perfección lo que yo pienso y siento sobre esta película y su protagonista. Lo de quién es Blimp lo averigüé investigando para escribir el artículo y me sorprendió mucho que se intitulara con él a la película, siendo realmente ajeno a lo que de verdad muestra Clive Candy. Debía de ser un personaje muy muy presente para los ingleses de ese tiempo, lo cual por otra parte nos ayuda a pensar qué evanescentes son esas etiquetas que tanto nos ocupan la mente y las horas, hoy más que nunca.
Un abrazo nuncaelolvido!
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Qué absoluta maravilla de película. Yo tengo debilidad por The Archers y defiendo siempre a Michael Powell a capa y espada, para mí uno de los más grandes del cine, tal cual suena.
No se me ocurre qué añadir a lo que ya has dicho, yo siempre digo algo bastante vago e inconcreto para justificar la devoción que siento hacia sus películas y es que son muy especiales. En sus mejores años eran incapaces de hacer una película rutinaria, siempre hay algo que se sale de la norma o que tiene una extraña personalidad propia. Me gusta la definición que daba de ellos Scorsese, quien decía que cuando de pequeño veía aparecer en la tele el logo de The Archers siempre se quedaba a ver la película porque sabía que vería algo diferente y «levemente histérico». Así eran ellos, no tenían ningún problema en parecer artificiosos o anticuados, y no obstante hacían cosas muy modernas para la época.
A resaltar solo dos detalles que tú ya has mencionado: el momento en que se va a producir el esperado duelo y la cámara, sorprendentemente, se aleja de allá, y a mi adorado Anton Walbrook, un actorazo que merece más reivindicación. Qué melancolía y tristeza tan fidedignas transmite aquí…
Un abrazo.
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Es que son muy grandes, y pienso más en Powell. Tanto que, como le decía a Hildy, de alguna de sus obras mayores como Las zapatillas rojas o quizá El fotógrafo del pánico me ve incapaz de escribir. Blimp también me parece una de sus obras mayores, pero me resultó sencillo hablar de ella quizá porque sus méritos son más evidentes, menos etéreos que los de las otras.
Pero lo que más mola de estos dos es lo curiosamente buenas que son sus películas menos buenas. Las que he visto me parecen siempre mucho mejores que lo que leo por ahí que se supone que son, por ejemplo Emboscada nocturna, con un Bogarde como de coña o La batalla del Río de la Plata, de caballerosidad imposible y deseable al tiempo. Es que sus bélicos son a la vez pacifistas y patrioteros…. ¿Cómo lo hacían?
Un abrazo
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Hola, amigos cinéfilos
A mí también me gustan mucho algunas películas de The Archers, aunque no todas. Por ejemplo, «Las zapatillas rojas», tan alabada, me parece pretenciosa y «kistch».
Sin embargo, me entusiasman tres películas en blanco y negro: «The small back room», justamente elogiada en este blog, «Sé adonde voy» (tres momentos estelares entre otros: la cabina telefónica junto a la catarata, Pamela Brown surgiendo de la niebla al frente de una manada de vacas y la búsqueda del águila extraviada) y, sobre todo, ME ENTUSIASMA «A Canterbury tale». De esta película me gusta todo: la maravillosa Sheila Syms, el humor y el lirismo bucólico de muchos momentos y la maravillosa apoteosis final con la llegada de los tres protagonistas a un Canterbury devastado por las bombas, que a mí siempre me produce lágrimas. ¿Es exagerado decir que se trata de la mejor película jamás hecha en UK? Creo que no.
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