(Publicado originalmente en el nº 307 de la revista Versión Original, dedicado a los cementerios)
La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989) comienza con una extraordinaria alegoría. Entreverados con los rótulos iniciales se suceden varios planos consecutivos de un mar tempestuoso que se nos muestra desde dos ángulos opuestos, de forma que las olas de una imagen parecen estar enfrentadas a las de la que le sigue. Dos mares que luchan aparentemente entre sí, pero son las mismas aguas vistas desde dos puntos de vista. En las guerras eso le pasa a la humanidad. La alegoría queda rematada cuando, ya en una hermosa visión de la orilla, ocupan el encuadre una monja y un oficial que vienen cabalgando por la orilla. Ella le advierte póngase recto o se va a caer y él, finalmente, cae del caballo porque le falta una pierna y ha perdido el equilibrio. Consecuencias de la Gran Guerra: estamos en octubre de 1920.
El comandante Delaplane (Philippe Noiret) está al mando de una unidad del ejército francés encargada de localizar a los casi 350.000 desaparecidos que, dos años después del armisticio, siguen perdidos para sus familias. Unos debieron morir, otros ya no se reconocen a sí mismos por haber perdido sus capacidades mentales, o su aspecto anterior o la memoria o todo a la vez. Oficial íntegro y coherentemente pacifista -porque ha conocido el rostro de la batalla-, Delaplane parece ser el único que se toma en serio su trabajo en este tiempo de desorden y escombros. Mientras que la superioridad le hostiga para que vaya dando por terminada su tarea se organiza el proceso para escoger un cadáver sin nombre, un desconocido, y dejarlo con pompa y boato bajo el Arco de Triunfo de París. Delaplane detesta este asunto y otros por el estilo porque comprende mejor que nadie que inmortalizar a un soldado desconocido es conceder el olvido de todos aquellos que él procura identificar: muertos sin nombre, nombres sin muerto, o sin vivo, que para sus familias no son una línea en un listado, sino la emoción difusa que queda en el pecho por quien se ha amado, emoción que duele doblemente, porque día a día se difumina, y es que el tiempo no perdona y la memoria es débil.

En esta situación de búsqueda desesperada están Irène (Sabine Azéma), nuera de un senador que recorre en un lujoso Hispano-Suiza los alrededores de Verdún, donde trabaja Delaplane. Quiere pistas de su marido aunque de él ya recuerda poco, pero de confirmar su muerte o asumir sus heridas si es que sigue vivo depende que ella pueda volver a la vida. Alice (Pascale Vignal) es una pobre maestra de escuela que busca al que fuera su novio. Cuando su destino se cruza con el de Irène las diferencias sociales se diluyen y entonces, como si buscaran al mismo hombre perdido, serán más que dos mujeres los dos lados de una misma figura, bella y resolutiva, que el comandante Delaplane enfrenta con una mezcla de amor, admiración, temor y sobre todo la pesadísima responsabilidad de deber, y quizá no poder, cumplir con su tarea y devolverles al hombre que amaron.
Tavernier se ha exigido para La vida y nada más una magnificencia en la ambientación que puede hasta sorprendernos. No se ha escatimado ni un franco en la reproducción de los pobladísimos cementerios provisionales, el tren sepultado en un túnel lleno de cadáveres que hay que rescatar para ponerles nombre o la fábrica que sirve de alojamiento y su enorme maquinaria. Hay muchos figurantes soldados -cuando ya no hay guerra que hacer- y hay muchos detalles que no podemos ni apreciar. El director francés quiere que comprendamos que el escenario lo es todo, que la comprensión de las circunstancias es tan importante -yo diría que por momentos mucho más- que la comprensión de los personajes, no porque estos estén subordinados a ese espacio recreado por la dirección artística, sino porque fuera de él serían incomprensibles. Afortunadamente Tavernier ha sabido aprovechar tan portentosa ambientación sin dejarse enfangar en ella, como a veces sucede en otros dramas históricos. La habilidad del maestro para componer grandes planos generales, inaudita casi a este lado del Atlántico, remata la faena.
A pesar de su suntuosidad escenográfica la película no flaquea en ningún momento ni deviene en un álbum de postales animado, como lamentablemente ocurre con muchas grandes producciones históricas. Eso no ocurre porque en el cine de Tavernier, y aquí especialmente, son los relatos personales los que construyen el relato. La palabra y la conversación generan los acontecimientos más que los hechos vistos que, incluso cuando aparentemente deben marcar un clímax narrativo (por ejemplo una tremenda explosión en el túnel del que hablaba) quedan en falsa alarma, porque la historia y las vidas cambian cuando se modifica la comprensión de la propia vida y de la historia que se construye con los actos. Por eso en La vida y nada más hay hechos llamativos perfectamente ilustrados, reconstruidos y rodados pero al final, en su extraño epílogo -quizá los únicos minutos cuestionables de la película- solo lo dicho, o lo que ha quedado por decir en conversaciones atenazadas por el deber y la circunstancia, es digno de ser rememorado. El cine de Tavernier es un cine más hablado que ninguno. Quien no guste de él puede poner como excusa que sus películas se alargan más de lo pertinente porque el bueno de Bertrand no quiere que nadie se quede sin expresar una queja o sin contar su sueño. Todos los personajes sin excepción tienen derecho a las frases que quieran, pequeñas subtramas que no van a ningún lado surgen de aquí y de allí y, es verdad, alargan el metraje, pero llenan de vida y autenticidad el filme, que se entiende más como un gran retablo humano que como una anécdota que se desenreda.

Esa verborrea excitante y auténtica rellena y aviva el espectacular espacio recreado para enmarcar este relato que, curiosamente, debe entenderse más bien como la historia de los desaparecidos que ni hablan ni son mostrados. En La vida y nada más hay algo fantasmal que emana no solo del tema central de la película, que es el respeto -o la falta de él- a los desaparecidos, sino de todas y cada una de las imágenes que contemplamos. Tavernier y su fabuloso equipo de producción han logrado crear un mundo que no es de este mundo. Paradójicamente, esta región desolada está llena de muerte y ruinas que ocupan gentes activas y vitales que quieren empezar de nuevo. De hecho, en el fondo quizá lo que más torture el alma del buen Comandante sea asistir a ese despertar nuevo a otra sociedad que quiere dejar atrás el dolor y el pasado, lo que incluye a sus hombres desaparecidos. Este mundo transitorio del frente de Verdún ya pacificado es curioso por su precariedad animosa. Las oficinas se montan en teatros, los hoteles en fábricas abandonadas, los trenes terminan su recorrido en vías muertas ocupadas por otros trenes enterrados y los militares se olvidan de saludar y taconear porque, total, ya no hay órdenes realmente importantes y la misma experiencia de la guerra, vivida por todos ellos, les ha mostrado el sinsentido y la hipocresía de todo ese protocolo de la patria y la obediencia. En este mundo accidental que terminará pronto cuando lleguen la reconstrucción y el olvido solo funcionan bien la oficina del Comandante Delaplane y la concurrida taberna donde todo el mundo come y bebe con el ansia de quien ha intuido el apocalipsis y ha saboreado el hambre. Todo lo demás es pillería y arribismo: un escultor hortera se va hacer millonario con los monumentos a los caídos, un viejo escribiente cobra unos francos por gestionar a los familiares de los desaparecidos papeles y permisos que son papel mojado, el ministerio organiza una pantomima para encontrar al soldado desconocido mientras abandona el esfuerzo de identificar a los conocidos.

Este territorio que vivos y muertos habitan en la película es un lugar como soñado, hecho de niebla, cruces y ruinas aprovechadas, es una especie de purgatorio para los vivos, que hacen por limpiarse el horror del que fueron cómplices en alguna medida. Para los muertos, protagonistas de todo, porque todo el que ahí acude lo hace por ellos, es un limbo oscuro como los agujeros de la tierra en los que yacen desmembrados y anónimos.
Y sin embargo La vida, y nada más, cabalga sobre este trozo espectral de la Historia. La vida no va a caer de su montura, como el oficial cojo del comienzo, porque se asienta firmemente sobre esas otras dos heridas que el poeta cantaba sobre las que camina y con las que forma la humana trinidad: la de la muerte y la del amor.


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Hola tocayo
En un número dedicado a los cementerios acordarse de la tumba del soldado desconocido tiene «ese chic francés» que diría Krahe -en contraposición con las tres heridas que, en mi memoria, canta Joan Baez-.
Siempre del lado Tavernier; la «penúltima» vez que me acordé de su cine fue viendo «1917» en la que Sam Mendes nos lleva con la lengua fuera toda la película, con los ojos a punto de salir de las órbitas con tanto derroche técnico y se marca un final muy «Taverniero» con la búsqueda del hermano y ese final en el árbol.
Muy buen articulo. Un saludo, Manuel.
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Gracias tocayo,
también soy taverniero, aunque me dosifico. 1917 me gustó en general, incluso le di otro vistazo después de verla en cine en su momento, pero como me pasa con tantos «derroches técnicos» de hoy en día, se me quedan las manos frías y los ojos cansados. Siento una especie de pequeña rabia porque buenos momentos como el que dices quedan diluidos y se los traga el fasto. Son películas a las que les falta justo lo que le sobra a esta: humanismo de andar por casa, pero lleno de clase.
Un saludo con tiritas
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Queridísimo Manuel, qué hermosa y dura me pareció La vida y nada más.
Ya esa primera secuencia en la playa a la que aludes expresa muy bien el tono de este largometraje.
Cómo impactan (o por lo menos a mí) esas secuencias de la identificación de los objetos que pertenecen a las personas amadas.
Sabes que siempre me gusta el diálogo entre películas.
¿No hablaría esa secuencia maravillosa de Peter Weir en Gallipoli donde los soldados van dejando sus pertenencias sabiendo que van a una batalla suicida con La vida y nada más y esa identificación de objetos de los seres ausentes?
Beso
Hildy
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Qué buen diálogo te has sacado del petate, mi querida Hildy.
Efectivamente esta película tiene muchos paralelismos con Gallipoli, pero lo veo ahora que me lo dices, porque cuando lo escribí no caí en la cuenta. Y es que Gallipoli la vi por última vez hará como 10 años y sí, me dejó sensaciones parecidas, pero como casi todo lo que he vivido, permanecía enterrado en el fondo de la memoria hasta que me lo has recordado.
Qué bueno es Peter Weir… Hay algunas pelis que me parecen tan inefables que tengo siempre en mente que me gustaría escribir sobre ellas pero no me veo capaz. Dos al menos son de Weir: una es Picnic en Hanging Rock, y otra sería -ahora caigo cuando me la recuerdas- Gallipoli.
Un besazo
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