(Publicado originalmente en el Nº 309 de la revista Versión Original, dedicado a la memoria)
Dentro de 90 años, los que nos separan ya de Remordimiento (The Broken Lullaby, Ernst Lubitsch, 1932) la experiencia cinematográfica habrá desaparecido. Quedará el archivo de las películas, pero la gente no se entretendrá mirando pantallas bidimensionales exteriores a su cuerpo, sino que puede que gaste algún minuto en experimentar bagatelas sensoriales inducidas directamente en sus cerebros que provengan, por curiosidad histórica, de fragmentos o remiendos de antiguas películas hechas para la gran pantalla. El cine estará muerto, pues, como la linterna mágica o la opereta, y yo propongo que entonces, para explicar en las escuelas lo que fue ese arte extinto, se ponga la primera escena de esta pequeña maravilla confusa del maestro berlinés. El cine son esos dos o tres minutos en los que se muestra la alegría por la firma del armisticio tras la Primera Guerra Mundial, en 1919, en contraste con las heridas que la guerra había dejado y que no se curan con desfiles ni salvas festivas. No describiré esos minutos, para que el lector que no los conozca o los haya olvidado se anime a visitarlos. Hace muy poco, por cierto, François Ozon volvió sobre esta historia de Maurice Rostand para rodar Fritz (2016), estupendamente reseñada por Manuel R. Avís hace un par de meses en esta misma publicación, en el nº 307 dedicado a los cementerios.

Estamos ante la única obra dramática del Lubitsch americano. De hecho no hay ni un atisbo de comedia en ella. A pesar de que en dos o tres momentos se intenta despertar una sonrisa en el espectador (por ejemplo un intercambio de recetas de pastel de canela en pleno duelo por los hijos muertos, o una señora cotilla que coloca un cojín en la ventana para estar más cómoda en su tarea de vigilar a la pareja protagonista) ni siquiera el maestro absoluto de la alta comedia es capaz de conseguir mínimos anticlímax cómicos para una historia tan severamente dramática: terminada la Gran Guerra, un soldado francés vive desgarrado por un recuerdo que lleva dentro. Mató en las trincheras, cuerpo a cuerpo, a un joven alemán músico gentil y sensato, como él mismo. Una vez firmada la paz este hombre, deshecho por el dolor y la culpabilidad, se va al pueblo germano en el que pasó su corta vida el otro soldado muerto. No sabemos cuáles son sus planes, pero al llegar allí y conocer a su familia (padre, madre y prometida) no es capaz de confesar la verdad, que él fue el artífice del desgarro que les asola. Aprovechando la lectura de algunas cartas y notas que encontró en la guerrera de Walter, el soldado al que mató, se hace pasar por un amigo suyo de los tiempos de París, donde él había ido a estudiar música. La fantasía de esas anécdotas que nunca sucedieron y la alegría porque el recuerdo de Walter permanezca en este misterioso joven francés devuelve algo de esperanza a esta familia rota y convierte a Paul, el amigo/asesino de Walter, en sustituto de él y consuelo de sus seres queridos.

Remordimiento es una película difícil de contextualizar en la filmografía y el estilo de su genial autor. En 1932 Lubitsch era un director muy reconocido en EEUU y la mención de su famoso toque ya era un tópico crítico y publicitario. Nadie esperaba de él dramas ni alegatos antibelicistas. De hecho, concibió esta película justo después de prácticamente inventar el género musical con El teniente seductor (The Smiling Lieutenant, 1931) y justo antes de estrenar Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932), en mi opinión su mejor comedia sexual de esta etapa absolutamente genial que es el cine precode. Tenemos pues a un director especializado en comedias y musicales que trabaja además para la glamurosa Paramount, especializada en películas de evasión y ambientes lujosos, tenemos una historia triste sobre una guerra europea y entonces ya vista como algo lejano y que despierta poco interés en la audiencia norteamericana. ¿Por qué hizo Lubitsch esta película, que no fue un encargo ni un compromiso contractual? Él y solo él decidió llevarla a cabo. Quizá su tono melancólico y tristísimo casase con su estado de ánimo en aquel tiempo -finales de 1931- debido a la separación de su primera mujer, Leni, que se la pegaba con uno de sus guionistas y amigos. Quizá le atrajo la atmósfera europea del filme, la oportunidad de volver a la Alemania -si bien de cartón piedra, decorado puro- de cervezas y letras góticas que conoció de joven. O a lo mejor le animó un resto de mala conciencia por no haber estado él mismo en las trincheras cuando le tocaba ya que por ser su padre ruso no le permitieron alistarse… El caso es que se decidió a hacerla.

Esta película tiene un gran defecto y cientos de virtudes. Su gran defecto es un actor protagonista (Phillips Holmes) mediocre y pasado de rosca. Sus virtudes son muchas: en lo que respecta a la puesta en escena, es una sucesión de buenas ocurrencias cosidas con un hilo invisible de sencillez y concisión. Es una película breve, intensa y llena de ideas, de buenas ideas en el sentido cinematográfico y en el moral. Sin que quizá Lubitsch, ni el público de su época ni siquiera los mejores analistas críticos puedan verlo, se unen en este filme ingredientes que hacen que aun siendo imperfecto e irrelevante desde el punto de vista histórico -no lo encontrarán en listas de mejores ni apenas mencionado en los manuales habituales- podamos disfrutarlo hoy como un ejemplo perfecto, que se comprime en su excepcional comienzo al que antes aludía, de lo que es el arte del Cine. En esta película no existe el relleno argumental o fílmico de ninguna clase, ni se ve constreñida por tener que hacer brillar a estrellas protagonistas o por obedecer a tópicos genéricos. Es, eso sí, una película de tesis, un alegato antibelicista, pero eso no afecta a su concepción más allá de que Lubitsch se exige a sí mismo narrar con toda la significación posible, tanto en el plano visual como en el dialógico. Quizá la escena que resume mejor la diamantina composición de Remordimiento sea la que sucede en un bar en el que se reúnen hombres mayores, padres de hijos muertos en la guerra como el Dr. Holderlin, padre de Walter, (qué presencia la de Lionel Barrymore) que se ve obligado, ante el vacío que le hacen por acoger a un joven francés en casa, a hacer un alegato en contra de las guerras que disponen los viejos y destruyen a los jóvenes.

En la biografía canónica sobre Lubitsch, Risas en el paraíso, de Scott Eymann (Plot ediciones, 1999) uno se queda de piedra al llegar a esta cinta: “Remordimiento es un drama de bolsillo, y además esquemático y mal integrado. Las actuaciones, pesadas e histriónicas, no convienen a la historia, que necesita interpretaciones discretas. Fue la única ocasión en su carrera americana en la que Lubitsch intentó transmitir un Mensaje, lo que resulta letal para la película. En el teatro yiddish había un momento en todas las obras conocido como el “discurso del mantel”, llamado así porque lo cubría todo; en Remordimiento hay varios de esta clase […] hasta Nancy Carroll tiene el suyo, lo que no es muy buena idea dado que se mueve y actúa como un camionero.” Y finalmente, sentencia Eymann, “Lubitsch firma una de sus peores películas”. A pesar de que la crítica de su época no hizo sangre con ella, quizá porque al fin y al cabo su mensaje era necesario e irreprochable, el público le dio la espalda y en los recuerdos de su director quedó como un discreto tropezón del que mejor no hablar. A Eymann no le falta razón en lo que dice, pero Remordimiento, vista hoy, no puede ser juzgada como una mala película, es imposible. Una prueba de ello es que en Filmaffinity, conocida web en la que los aficionados al cine puntuamos y criticamos películas, su nota (8) solo es superada en la filmografía de Lubitsch por Ser o no Ser (To Be or Not to Be, 1942), con un 8,5 y coincide con la de Ninotchka (1939) y El bazar de las sorpresas (The Shop around the Corner, 1940) Los padres y la prometida de Walter, como decíamos antes, aprenden a querer a este joven francés -de entrada, un enemigo- porque deciden adentrarse en la fantasía que él les cuenta para no herirles con la verdad. Piensan que conoció a su hijo en el París despreocupado de la Belle Époque y que por eso mismo se puede confiar en él, porque mantiene dentro de sí recuerdos e imágenes del muerto que lo hacen pervivir. Quizá hoy este filme nos parece una maravilla a pesar de sus leves defectos porque lo mismo que hace Paul con la familia de Walter lo hace Lubitsch con nosotros: nos cuenta un sucedido imposible que refleja lo mejor de la condición humana -la confianza en el otro, la posibilidad de redimirse- en un contexto histórico e irreal al tiempo. La escena final, inolvidable y profunda, consiste en que Paul toca el violín para su nueva familia. Lo que toca, que es un poco el leitmotiv de la banda sonora -especialmente hermosa, por cierto- es Traümerie (ensoñación), una pequeña pieza para piano de Robert Schumann. Es una música sencilla, que evoca el ensueño en el que nos quedamos de niños contemplando maravillas que luego, de mayores, pasamos por alto. Remordimiento recorre el camino inverso de esas ensoñaciones; en su momento se la podía pasar por alto por muchos y razonables motivos pero hoy, y mañana, debemos quedarnos embobados y quererla como es: un falso recuerdo de lo que la humanidad y el arte pueden llegar a ser.


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Emoción. Esa es la palabra que definiría lo que siento cuando encuentro una obra que rebosa humanidad como la que nos ocupa. Sí, porque en Remordimiento encontramos una de esas raras y sublimes ocasiones en las cuales se ha dado una feliz y completa armonía entre la generosidad de lo que se cuenta y la generosidad del cómo se cuenta.
A Ernst Lubitsch se le conocía como el «rey de la comedia brillante», tal vez por eso Remordimiento (único drama sonoro que filmaría en toda su carrera) nunca alcanzó el reconocimiento merecido, siendo, como es a mi entender, su mejor obra.
Esta película es un drama (yo no lo calificaría propiamente como un melodrama) discursivo. El sentido de ese discurso está enraizado con algunos de los manifiestos literarios profundamente antibelicistas que marcaron el paisaje cultural europeo en los treinta o cuarenta primeros años de este siglo (que van desde la baronesa Bertha von Suttner y su famosa novela sentimental, hoy olvidada a pesar del Nobel, “Abajo las armas”, hasta el más conocido Erich María Remarque). Por tanto, Remordimiento, sí es una película antibelicista. Y lo es porque nos habla de la guerra y sus consecuencias continuamente. Nos habla del dolor, del sufrimiento y de las devastadoras consecuencias en cuerpo y alma de todos aquellos que la sufrieron, han sufrido y, hoy, sufren. Además, en la película no dejan de hacerse continuas manifestaciones en esa dirección: “¿a quién debo matar y por qué?, cuando muera, ¿de qué servirá?”.
Tanto es así, que Paul (Phillips Holmes) con la familia del soldado alemán muerto, pone al acento sobre el absurdo de la guerra de acuerdo con el principio -nunca traicionado por Lubitsch- de no alzar en ningún momento el tono de voz (la escritura, la filmación): sin abusar del impacto emocional de los sentimientos extremos (pese a que los hay).
En sí, la película tiene uno de los mejores comienzos que recuerde, memorable. Nos hallamos en el París del 11 de noviembre de 1919, primer aniversario del armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial, tal y como nos informa un rótulo sobre una imagen del Arco del Triunfo. Las calles están inundadas por un gentío eufórico, que grita alborozado al paso de un gran desfile militar que avanza al son de una música de aires marciales, festejo que culmina con la celebración de una misa en la Catedral de Nôtre-Dame a la cual asisten los oficiales del ejército luciendo sus mejores galas.
Pero Lubitsch introduce una serie de matices que dan a esta celebración un sentido bien distinto. Así, al plano de apertura del Arco del Triunfo, y a otro de la gente vitoreando, le sigue un nuevo plano medio que sitúa, en primer término, un soldado situado entre ese gentío y de espaldas a la cámara, colocado de tal manera que vemos, en segundo término, el “desfile de la victoria” a través del espacio que deja libre la pierna amputada de ese mismo soldado. Oponiendo así la idea del triunfo a la del dolor, la idea de la paz del presente a la de la guerra del pasado.
Se celebra la misa; las palabras en off del sacerdote (“Hoy es un día de felicidad y alegría para todos”, “Demos las gracias, pues ha llegado la paz. ¡La paz!”, “Pensemos en el mañana,… y olvidemos el ayer”) caen sobre la imagen de la catedral llena de profesionales de la guerra, un travelling que detalla los sables de los militares sobresaliendo de los bancos, el primer plano de un oficial viejo y triste, y el plano de detalle de sus medallas conseguidas gracias a su pericia para matar seres humanos… La cámara panorámica sobre estos hombres y se acerca en travelling frontal a una figura de Cristo crucificado que aparece, así, perdida en un rincón, olvidada por todos. Termina la misa, los militares abandonan la catedral. La cámara desciende en grúa hacia una pequeña figura perdida en mitad de los asientos: son las manos, entrelazadas en un rezo silencioso y desesperado, de Paul Renard (Phillips Holmes).
En medio del alboroto provocado por el griterío y la música, un cartel que dice: “Hospital. Silencio” nos indica que el desfile pasa cerca de un centro hospitalario sin respetar esa petición de silencio; la cámara nos muestra, en travelling, el interior de ese hospital, lleno de hombres heridos y silenciosos que no participan de esa alegría popular. Cuando el ejército dispara salvas con sus cañones, estas despiertan a uno de los heridos, quien, aterrorizado, se pone a soltar alaridos. Hay paz pero también hay heridas por cicatrizar.
Hace dos años, en las trincheras, mató a otro joven del bando enemigo, un alemán llamado Walter Hörderlin (Tom Douglas). Fue en acto de servicio y seguramente en defensa propia pero eso no consuela a Paul, que entiende que matar a otra persona es, bajo cualquier circunstancia, un acto reprobable, decide entonces que la mejor manera de purgar su pecado es viajar al pueblo donde vivía Walter Hördelin en Alemania y presentarse ante su familia para recibir el desprecio de ellos que cree tener merecido.
Pero, por encima de todo, destacaría una secuencia (reconozco que a mí me emocionó hasta la congoja). La secuencia de la reunión en la taberna del pueblo, interrumpida por el dr. Hörderlin (memorable Lionel Barrymore), en la cual el odio de los asistentes hacia Paul en particular y los franceses en general, motivado por el hecho de haber perdido casi todos ellos hijos en la guerra, da pie a una amarga digresión del médico sobre la responsabilidad de los mayores a la hora de enviar a los jóvenes al frente a luchar en su lugar: un veterano de guerra allí presente no puede resistir el impulso de estrechar la mano del doctor, mientras este concluye amargamente: “Cuando mi hijo marchó desfilando hacía la muerte, yo también aplaudí…”; secuencia que concluye con un nuevo apunte de poesía: la mirada del dr. Hörderlin hacia la calle del pueblo vacía, mientras en su memoria resuena en off el ruido de las botas de los muchachos desfilando hacia el matadero.
En definitiva, película absolutamente recomendable que no puede faltar a todo amante del buen cine. Un tesoro.
También quiero aprovechar la oportunidad para hacer un comentario del remake de la película que nos ocupa: Frantz (2016), de François Ozon. He tenido la oportunidad de visionarla y cualquier parecido con Remordimiento es pura coincidencia.
He leído que con esa dualidad reiterativa entre los personajes de Pierre Niney y Paula Beer, Ozon, coautor del guión junto con Philippe Piazzo, pretende mostrar un doble punto de vista (el alemán y el francés) en relación al conflicto bélico, pese a que casi toda la película se desarrolle desde la perspectiva de Anna, la protagonista. En ese sentido (al crítico en cuestión), Frantz, le parece una obra mucho más rica y compleja que la adaptación de Lubitsch, en la que sólo contaba el punto de vista del atormentado soldado francés.
A mi juicio, una película no es más rica por una cuestión cuantitativa, sino cualitativa. No es tanto por el número de la opiniones o puntos de vista que se vierten sobre una cuestión como por la manera en que se presentan y lo que transmiten. Y aquí, Frantz, peca de fría, no transmite, no crea un ambiente de complicidad con el espectador. Y no sólo eso, se saca una historia de amor con forces que ocupa más de la mitad de un metraje por otra parte excesivo.
Eso sí, el tratamiento del blanco y negro (con sus flashback en color), la fotografía y la banda sonoras son estupendas.
Pues después de todo lo comentado, me ha llamado poderosamente la atención la crítica que hace Scott Eymann en «Risas en el paraíso» (libro que tengo, pero que todavía no he leído). Es cierto, como también comentas, que no es una película redonda, pero tiene grandes y buenas virtudes.
Bien, aceptemos que tal vez no sea la mejor obra de Lubitch, pero a título personal, es la obra que más me gusta del realizador. Con diferencia.
Gracias Manuel. Un abrazo.
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Madre mía Nuncaelolvido, ¡menudo comentario te has marcado!
Si lo sé no escribo el ladrillo y te lo pido a ti, jeje.
Realmente esta es una película muy muy emocionante y especial, o al menos a mí me lo parece. Aunque yo aquí no incido mucho en el tema antibelicista, realmente la descubrí hace un tiempo cuando me dio por descubrir y acumular películas de esta temática curiosamente, vista su trascendencia, tan poco frecuente.
Coincido en tu apreciación de Frantz. No me disgustó y comprendo sus intenciones, y es muy moderna la idea de ver el punto de vista femenino del asunto… Pero realmente es demasiado neutra, correcta, académica y a mí ni siquiera me atrajo su blanco y negro, que me pareció sin gracia. Es una de esas pelis que no te arrepientes de ver pero que tampoco cuesta olvidar, justo al contrario que Remordimiento.
Yo no podría decir que es la obra que más me gusta de Lubitsch, porque la competencia es muy muy dura y esta al fin y al cabo adolece de algunas imperfecciones que no puedo encontrar en Ser o no ser, El bazar de las sorpresas o Un ladrón en la alcoba… Pero que es una obra maestra estoy dispuesto a defenderlo -de forma no violenta- en cualquier trinchera.
¡Un abrazo, amigo!
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Hola tocayo
El argumento ha sido trasplantado muchas veces al cine negro: asesino que adopta la vida de asesinado (muchos hombres y, al menos, una mujer -veo Dietrich, subo con «sirena» Deneuve-). Por el lado «buenista» hay muchos medio-telefilmes de antiguos compañeros de armas que parasitan la vida del ausente.
No es difícil pensar que Ernst estaría un poco hasta las bobinas del encasillamiento comedíl. Una vez puesto un pie en el drama diría: zapatero a tus comedías.
Mención para el cartel con esa tipografía tan de los treinta pero con esa imagen doble que ya anunciaba la llegada de las fotos lenticulares (esas que dependiendo del ángulo de visión ves cosas distintas/complementarias).
Un saludo en mitad de una «nana rota» (¡Qué bonito titulo para otra peli!). Manuel.
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Hola tocayo,
pues hace ya tiempo que escribí esto y me documenté y no recuerdo con exactitud, pero creo que no es que Lubitsch quisiera descansar de comedias, ni nada de eso. Es simplemente que le gustó la historia y quiso hacerla y después siguió con lo suyo hasta el final… Un final, según Wilder, ¡causado por un infarto postcoital!… ¿le habrá provocado remordimientos desde el más allá? Eso da para otra comedia con la más imponente de todas las puertas.
Esa sirena no sé por qué no terminó de llenarme el ojo. La película de Truffaut, digo, no la Deneuve, que a mí también me habría engañado, o yo me hubiera hecho el Belmondo.
¡Saludos lenticulares!
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Justo cuando vi Frantz de Ozon, me enteré de Remordimiento de Lubitsch y su visionado me entusiasmó. Así que en su día hice dos entradas, una por cada película. A mí las dos con sus diferencias me parecen bellísimas. Y el final de la de Lubitsch es uno de esos finales que no se olvidan, para enmarcarlo.
Obviamente, no pienso lo mismo que Scott Eymann en «Risas en el paraíso». Siempre me ha sorprendido, pero me resulta muy interesante, las distintas miradas. Cómo yo puedo «ver» una película totalmente distinta a la que puede ver otra persona y viceversa. Y de esas miradas siempre surge algo interesante. Por ejemplo, Truffaut y Hitchcock despotrican contra «El proceso Paradine» y yo siempre he sentido fascinación por dicha película. Por eso me encanta también leer y leer libros de cine, siempre se descubren miradas. Es lo que los hace diferentes, aunque varios autores hablen de una misma película o director o actriz o una guionista…
Por cierto voy a ver si escucho otra vez Traümerie, de Robert Schumann.
Beso
Hildy
PD: te dejo las entradas que publiqué en su día, por si te apetece leerlas: https://hildyjohnson.es/?p=4546 y https://hildyjohnson.es/?p=4550.
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Queridísima HIdy,
he leído con mucha atención tus dos entradas… ¡Empezaste bien el año, eso está claro!
Si, como tú, hubiera visto primero la de Ozon, quizá tendría una opinión más feliz de ella. Como decía arriba, no es que me disguste, pero me dejó un poco frío porque yo venía de ver Remordimiento primero. Es verdad que hay que reconocer a Ozon una capacidad asombrosa, como dices en tu post, de adaptar su estilo a la historia que tiene entre manos. Por eso es un director al que siempre me acerco con ganas y generosidad, pero en muchas ocasiones me queda una sensación como de bañarme en agua tibia, con su cine.
Un besazo enorme, sin remordimiento ninguno.
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