EL MUNDO ANTIGUO (El último caballo, Edgar Neville, 1950)

(Artículo aparecido en el número 293 de Junio de 2020 de la revista Versión Original dedicado a Madrid)

¿En qué momento se podría hacer la foto-fija de una ciudad para comprender su identidad y hacerla reconocible? Las urbes se transforman y cada generación reivindica para sí misma una imagen, un modelo que hacer suyo. El cine, con 130 años a sus espaldas, nos da la oportunidad de fijar esa imagen. Gracias a él conocemos ya varias generaciones de muchas ciudades; de lo que fueron, de cómo se han ido transformando, e incluso de aquello que pretendieron llegar a ser y nunca fueron. ¿Qué Madrid, entonces,  recorre este oficinista larguirucho y pelirrojo, protoecologista en tiempos de autarquía, inmenso Fernando Fernán Gómez, a lomos de su caballo Bucéfalo? ¿Existió alguna vez esa ciudad, me pregunto? 

El último caballo (Edgar Neville, 1950) no es la película más celebrada del genio que la parió. No se ha ido aún por el retrete del olvido, pero las películas del creador madrileño que el tiempo ha “curado” mejor, por expresarlo en ibérico, quizá sean La vida en un hilo,  La torre de los siete jorobados (ambas de 1945)  o esa joyita del cine negro chulapo que es Domingo de carnaval (1944). Debo decir sin embargo que es El último caballo la historia con la que mi corazón antes y más fuerte penetró en ese pequeño orbe de inteligencia bien traída que es la obra de Neville.

La anécdota es sencilla y tan posible como improbable: un soldado que termina su servicio militar (Fernando) pertenece a la última promoción de un regimiento de caballería con sede en Alcalá de Henares que se va a motorizar. Al tiempo que hace el petate se entera de que su montura de esos meses, Bucéfalo, va a ser licenciado también, pero con destino a un tratante de caballos que los emplea para la suerte de varas, por lo que le espera una vida miserable y probablemente una muerte dolorosa en la plaza de toros. Total, que Fernando se gasta los ahorros dispuestos para su próxima boda con Elvirita (Mary Lamar) en comprarse el equino. Y con él vuelve a la capital, donde deberán lidiar ambos con la vida moderna, con Elvirita y su madre, con un jefe estricto que le reacomoda en la oficina de mala gana y, en fin, con mil pegas que la ciudad ha dispuesto para Fernando y Bucéfalo.

Este Madrid de 1950 aparenta en la película ser una orgía de “materialismo y de motor”, como ya nos ha mostrado Neville en los mismos créditos de apertura, con fondo de coches, camiones y guardias urbanos atareadísimos. No hay sitio donde Bucéfalo pueda aposentarse, y al final cuesta su pensión más que la del sacrificado dueño, que en sus vaivenes por acomodarlo y proporcionarle digna vida caballuna se pelea con la novia, la lía en la oficina y solo encuentra consuelo en la amabilidad de Isabel (Conchita Montes), florista callejera de cuyas mustias sobras se alimenta el caballo con mucho gusto. No quiero desvelar más de la trama, quiero invitar a que quien no lo conozca recorra ese Madrid que a mí se me hace fantasioso.

Esta ciudad de El último caballo aún no conoce el 600, que llegaría en 1957. Es un Madrid de adoquines o tierra, sin apenas asfalto, y que termina aún en sus puertas monumentales. Se está gestando entonces esa primera avalancha migratoria de la que dejará cuenta la inmensa Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), mucho más realista y rigurosa con la vida real que la fábula de la que hablamos. Este Madrid de 1950 quiero pensar que no era todavía la urbe malsonante, de centro apretujado de humos y extrarradios mal planificados, de paredes de papel, calzadas insuficientes y aceras de estrechez funambulista, cuyos rastros envejecidos habité desganado en mi época de estudiante, que viene a coincidir con el cambio de siglo. Aquél de finales de los 90 era un Madrid cansado de sí mismo, como apalizado, que creo que desde hace unos años está empeñado en volverse otra cosa mejor, o será que solo voy de visita.

El Madrid de El último caballo es un mundo de caramelo, una estilización apolítica. Se suele reivindicar esta película como alegato del ecologismo, del antimaquinismo y, en fin, de la dulce vida retirada. Otros comentarios le tejen incluso un hermoso disfraz contestatario, por sus proclamas a favor de “el mundo antiguo” y de bajar los humos a los camiones, a la especulación inmobiliaria y a las prisas citadinas. Yo no pienso así; la tierna cuadrilla que forman Fernando, Isabel la florista, el cochero borrachín y el ternísimo y malogrado José Luis Ozores -único caso que se haya visto en carne o celuloide, por cierto, de bombero sin vocación- no luchan contra un mundo real, su ciudad nunca ha existido. Pero estaba por existir, aunque eso es otro tema.

Particularmente veo esta película como una ficción intemporal. Por eso no incomodó al régimen franquista, porque es pura entelequia. Edgard Neville como es sabido anduvo por el Hollywood de principios del sonoro escribiendo y dirigiendo versiones en español de filmes norteamericanos como  El presidio (1930) y allí llegó a tener cierto trato con Charles Chaplin. De hecho aparece como actor de reparto en Luces de la ciudad (1931), con la que nuestra historia guarda alguna relación temática. También nos acordamos de Tiempos modernos (1936). En fin, que es más sencillo rastrear aquí y allá las migas de pan que llevan a El último caballo que tomarlo como  proclama rebelde contra una ciudad que entonces, aún, poco lo merecería. 

Es sin embargo una película que defenderé siempre, y yo también brindo por “el mundo antiguo, el mundo en que un pobre hombre podía tener un caballo y le podía dar de comer sin grandes dificultades, el mundo en que se podía vivir tranquilamente sin matarse trabajando, el mundo en el que todo era suave y fácil, cuando había solidaridad entre los hombres…¡ y cuando todo lo que se movía tenía sangre caliente!

Yo también brindo por ese mundo que nunca existió… Fuera del cine.

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4 comentarios sobre “EL MUNDO ANTIGUO (El último caballo, Edgar Neville, 1950)

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  1. Hola tocayo
    Neville, Montes y Fernán-Gómez, letras de oro gigantes en la historia del cine de aquí.
    Ya que nombras «Luces de la Ciudad» ¿No tendrá «algo» que ver el «prestamo» violeteríl que tomó Mr. Chaplin con el oficio/papel de Miss Conchita?
    Y, ya en el rizo de las carambolas, no sé si habrás oído la historia -triste y dura- sobre el famoso perro de las torturas en Abu Ghraib. Es prácticamente la misma de este último caballo. O eso se contó -o noveló-.
    Un saludo, Manuel.

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    1. Hombre, en relación con lo de la violetera y la floristera está claro que ahí hay tomate entrecruzado, como comentaba por encima en el artículo.
      Lo del perro de Abu Ghraib no sé de qué va, tocayo querido, pero mejor no lo averiguo.
      Un saludo, Manuel

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  2. Siempre me alegra cuando se recuerda y se nombra la filmografía de Edgard Neville. Tu texto es muy hermoso y deja varias buenas reflexiones. Mi primer contacto con Neville fue precisamente durante los años noventa del siglo pasado (madre mía, cómo suena esto) cuando me compré un libro que me apasionó: «Una aventura americana. Españoles en Hollywood» de Álvaro Armero. A partir de ese momento, he ido viendo poco a poco los títulos a los que he podido acceder, entre ellas la película que reseñas, y otras que nombras. Qué bonita es también «Mi calle».

    Beso
    Hildy

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  3. Tu comentario me llevó a revisar anoche mismo «MI calle», que la tenía casi olvidada, y aunque es simpática e inteligente, tiene algunos momentos de una dureza textual extrema, fruto de la época. Me refiero, no sé si lo recuerdas, a cuando el nieto de los marqueses coge en su regazo al hijo recién nacido del vecino para hacerse una foto la voz en off dice algo así como «no sonreiría tanto si supiera que ese bebé le va a asesinar dentro de 30 años» o similar… Tiene varios momentos así, inquietantes.
    Mis favoritas de Neville es por cierto La vida en un hilo, pero hace años y años que no la veo…
    Un beso fuerte Hildy. Ando muy liado con el fin de curso y otras historias y no tengo apenas tiempo ni de responder, ya ves.

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