Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, Preston Sturges, 1941)

La pobreza es uno de los tópicos que con más variedad e insistencia se ha retratado a lo largo de la historia del cine. El cinematógrafo mismo se popularizó primero entre los pobretones que acudían a las barracas de feria al menos diez años antes de que se inauguraran las primeras salas de cine. El cine nació para los pobres y en un tiempo en el que la miseria, incluso en la parte pudiente del mundo, estaba extendida y era visible. De entre esas muchas maneras de representar la pobreza la de Los viajes de Sullivan desde luego marca un curioso hito que bien merece comentario. 

La trama, para quien no la conozca, es sencilla. Estamos a principios de los años 40, y EEUU aún arrastra las consecuencias de la Gran Depresión, la más llamativa de las cuales son los millones de tramps, pobres que malviven de la beneficencia o de los pocos jornales que obtienen moviéndose por el país. Además ha empezado la IIGM, en la que EEU debate si entrar a combatir, y se extiende por todas partes un rampante anticomunismo que, como ya sabemos, afectó especialmente a la industria cinematográfica, lo que culminaría años después en el macartismo. En este contexto John L. Sullivan ( Joel McCrea) es un director de cierto éxito que, harto de rodar cine palomitero, quiere dedicarse a adaptar una novela: Oh Brother Where art thou!, (ya sabemos de dónde sacaron los Cohen el título para su película)

Con no poca resistencia de estudio y productores, se le ocurre disfrazarse y lanzarse a vivir en la calle con 10 centavos en el bolsillo, para conocer la verdadera realidad de los sin techo y crear una película que conciencie al pueblo de esta situación. No contaré de la historia más que este planteamiento, y que al principio de sus aventuras se encuentra con Sully (Veronika Lake), fracasada en su utópico viaje a Hollywood para entrar en el mundo del cine, con la que compartirá aventuras y destino. Una anécdota por cierto sobre la pequeña actriz, y es que estaba embarazada de 7 u 8 meses cuando hizo la película, pero gracias al gran trabajo de vestuario apenas se nota.

La película es un clásico bien conocido por su ritmo trepidante, la ironía socarrona de sus diálogos y situaciones y yo diría que por ser una estupenda ensalada de géneros que esta vez, y no es el caso habitual, funciona correctamente. Tenemos algo de cine romántico, algo de realismo social, de cine carcelario (en esto y otras cosas creo que es un fim más cercano al estilo y la temática de los rabiosos primeros años 30 que a los clásicos 40), de cine de aventuras, de cine de acción, con su persecución de caravana incluida, que quiero pensar que homenajea Clint Eastwood en Un mundo perfecto, y por supuesto ese género al que somos tan afectos los viciosos de esto: el cine dentro del cine. De hecho la película empieza con el trepidante final de otra película, en un arranque espídico y estupendo.

Por supuesto no estamos ante una obra cumbre del séptimo arte: hay una especie de infantilismo que lo sobrevuela todo. No sé si se debe al excesivo brío, por decirlo de alguna forma, que lleva la acción de un lado para otro. Ninguna idea ni ningún tema son tratados en profundidad, y siempre hay una salida juguetona o algún gag que desdramatiza. De hecho es una película supuestamente dedicada a quienes hacen reir (¿?), según reza un cartel al principio, supongo que por edulcorar algo lo que luego explicaré y justificar de paso esa mezcla de géneros que se inclina hacia la comedia disparatada juvenil, sobre todo en la primera mitad del film. Y es que hay escenas completas que parecen estar concebidas para el público preadolescente, y esto, mezclado con la dureza realista de algunos momentos, como el de los cientos de jornaleros que malviven en las vías del tren esperando alguna oportunidad, pues deja un tono extraño y un aire de collage a toda la película, lo que tiene su lado bueno, ya, que ayuda a verla como puro cine de evasión, chispeante e imaginativo con el que se pasa un rato estupendo, pero también tiene su arista extraña, de la que paso a hablar.

Y es que lo más llamativo de Los viajes de Sullivan, aparte de sus méritos y deméritos cinematográficos, es el enfoque tan extraño  que hace de la pobreza, como decía antes. Basta con mirar un poco en la red, por ejemplo en las críticas de filmaffinity, para ver que hay a quien le resulta insoportable e imperdonable la imagen que de la gente sin hogar deja esta película. No es ése mi caso pero lo comprendo. Los pobres son reflejados como infraseres que viven en una realidad muy distinta de la nuestra y cuyos comportamientos y moralidad están también muy alejados de los esquemas civilizados de la clase media y alta, no digamos ya de la burbuja cultureta de Hollywood.

Apenas hay algún resquicio de empatía y humanidad en cómo son representados. Sus miserias las percibimos no sufridas además por ellos mismos sino sentidas por la pareja protagonista que ha de desinfectarse, comer bazofia, dormir hacinada… De tal forma que nos parece natural y conveniente que varias veces vuelvan a la realidad del palacete de Hollywood del que Sullivan es dueño, para hacer uso de su coche o de su dinero, hasta que llega el último acto de la película.

En este tramo final, en el que Sullivan tendrá que vivir sufriendo la carga de ser confundido con un verdadero pobre -no desvelo más- si bien la película se vuelve algo más dramática, recordando por momentos a esa obra maestra que es Soy un fugitivo (I Am a Fugitive From a Chain Gang, Mervyn LeRoy, 1932), desde luego la sangre no llega al río, como suele decirse, y con esperables giros de guión la historia culmina con cada uno en su lugar de la escala social. 

Concluyendo: un film muy divertido y peculiar, que deja muy buen sabor de boca cinéfilo pero en el plano humano lo que deja es ese regustillo amargo que provoca la ficción cuando se adentra con sus códigos en una realidad, en este caso la miseria, que solo con habilidad y gran maestría se puede habitar decentemente. Nuestra autóctona Plácido es un gran ejemplo de esto que digo que debe saber hacer el cine cuando se adentra en lo espinoso. El de Azcona y Berlanga es un retrato de la pobreza y de nuestra relación con ella mucho más preciso, profundo y a la vez natural. Seguramente porque Plácido no pretende ser más que lo que es, una crítica feroz en tono popular y cercano, mientras que Los viajes de Sullivan es un producto estupendo, pero que se ha ahogado en una fórmula demasiado premeditada y artificial. 

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