¡Todavía no! puede ser la traducción de Madadayo, título de la última película de Akira Kurosawa. Termina su carrera con la historia de un viejo profesor de alemán al que algunos de sus alumnos siguen, cuidan y respetan hasta la vejez. En fiestas periódicas que le organizan y en las que el buen sensei debe trasegar un copón inmenso lleno de cerveza al principio de la velada, sus antiguos alumnos le gritan maadakhai, algo así como ¿sigues aquí? y él les contesta madadayo… Aún sí, sigo vivo.

No diré más sobre el argumento. De los años de jubileo de este viejo profesor, quizá un trasunto desdibujado del mismo Kurosawa, sabemos que pasa la posguerra en un mísero cuchitril, que lo que más le duele en la vida es la pérdida de un gato y que, en fin, es un hombre bueno, íntegro, un poco dadaísta y un bastante convencional.
Lo cierto es que en Madadayo, como suele suceder en los grandes films que giran en torno a un solo personaje, quienes construyen a ese protagonista son quienes le rodean, describen, entienden y veneran, más que el retrato del personaje mismo. En este caso están los antiguos alumnos pero también, casi en la sombra como mujer en kimono, tradicional y a la vez imprescindible, está la esposa.
La esposa es interpretada por Kyôko Kagawa, y ella, la actriz, quizá sea la última protagonista reconocible y superviviente de ese cine japonés clásico que a algunos nos da la vida. Hizo películas para Ozu, Mizoguchi, Kurosawa, Naruse, Tanaka, Shimizu… Sigue entre nosotros, a los 87 años, el día en que escribo esto y con intacta hermosura y lucidez, y me ha parecido que ella protagoniza un momento bellísimo de este film, y me gustaría dejarlo aquí. Supongo que no se puede aspirar a más, como actriz y ser humano, que a acompañar con tantísima calidez y primor el discurso tan sabio como enrevesado del viejo marido que chochea a unos niños que se van a comer la tarta que él les ofrece. Ella, ahí al lado, sin decir ni una palabra, protagoniza esta escena.
Saber estar cuando no se es. Protagonizar eso que no habla de ti, vivir al margen de un protagonista. Ese era el papel de Kagawa en esta peli y quizá el papel que Japón entonces, no sé ahora, no lo conozco, dejaba a las mujeres. Las divinas actrices japonesas de entonces -no sé las de ahora, no las conozco- debían saber estar en ese lugar al margen. En este corte de Madadayo esto se comprende a la perfección y por eso es el minuto mejor de la película a mi juicio. Y es que es lo más sincero, lo menos fantasioso de un film que, en sí, es una fantasía del pasado que ya no volverá, en el que los maestros son héroes atolondrados y sus alumnos adoradores borrachines. Solo esta mujer sabia y callada parece, a un lado y siempre sonriente, saber trascender a un tiempo y una generación que empieza a irse con su marido.
Ya de paso, cómo resistirme a recordar y compartir un pedacito del documental Kurosawa (Adam Low, 2001) en el que vemos al viejo Tenno dar el “¡corten!” al último plano de su carrera. Curiosamente, es un plano que consiste en que un niño (el maestro protagonista en sueños) se oculta precariamente, en esa confianza infantil de que “si yo no veo entonces no me ven”, tras unas briznas de paja. Recuerda al frágil refugio para el “Capitán” que Dersu Uzala improvisa en aquella ventisca inolvidable y milagrosa; recuerda también, en fin, a un niño caprichoso vuelto en el Emperador de la pantalla que fue el mismo Kurosawa.
Y en la película la cámara se eleva hacia unas nubes pintadas de naranja imposible, artificiosas, donde van los créditos.

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