Un albergue en Tokio (Tokio no yoda. Yaujiro Ozo, 1935)

Aunque no lo parezca viendo el estilizado, casi abstracto resultado, el rodaje de Un albergue en Tokio supuso una dura prueba física y emocional para Ozu. Aunque aún es joven, 31 años,  los infames horarios, el exceso de trabajo y los malos hábitos empiezan a mellar no solo su cuerpo sino su espíritu. Las anotaciones de su diario de estos meses del verano de 1935 entre junio, cuando se redacta el guión, y octubre, cuando se estrena, son como siempre breves y concisas, pero resulta estresante leerlas. Ozu no para y lleva una vida asfixiante en la que el estrés laboral y no querer renunciar al escapismo de la vida social parecen poner al límite, cada día, a un hombre que, en realidad, era bastante flojo y tendía a la vagancia. Transcribo las anotaciones del 1 y 2 de julio, que pueden servir de resumen de lo que digo:

1 de Julio

Postrado en cama, no he podido trabajar. ¡Es la primera vez que me ocurre algo así desde que estoy en el oficio y me da algo de vergüenza!

2 de Julio

Plató de rodaje: “la habitación de la pequeña enferma”. Últimas tomas de la tarde y colocación del decorado del “bar”. Me he apeado en la estación de Shinbashi para ir al “Fuji no sato” con Tadao Takahashi. Con el cansancio encima de estos días calibro todo lo abrumador que tiene el trabajo de realizador (Ah, si tuviera dinero, lo dejaría sin pensarlo dos veces! ¿Os lo juro!)

Estamos al comienzo de un rodaje con muchos exteriores que se alargó más de lo debido, hasta más allá de lo peor del estío, lo que supuso una tortura para todo el equipo, que además debía trabajar a destajo para recuperar los muchos días que las nubes y la lluvia paralizaban el trabajo. Otros días, para mayor tortura, se rodaban en la noche escenas interiores. Por cierto que años después Ozu fue hizo rico y jamás se planteó en serio dejar su oficio.

Además de la película, a la vez Ozu tuvo que preparar y rodar un cortometraje documental del que pronto hablaremos sobre un actor de teatro kabuki, y todo esto en medio de un debate intenso con los gerifaltes de la productora, que le exigían abandonar de una vez por todas el cine mudo, y de tener por lo tanto que formarse junto a los técnicos de la casa en los fundamentos del sonoro. Para completar horario, al menos una vez por semana impartía conferencias de dos o tres horas sobre guion o realización a los nuevos jóvenes que aprendían estos oficios en la Shochiku.  

Quizá en ese estado de agotamiento y premura pueda rastrearse el origen de alguna de las características que hacen de Un albergue en Tokio un film un tanto especial, porque se corresponde por completo con el estilo del maestro, pero lleva al extremo alguno de sus rasgos (la abstracción de la puesta en escena, la elisión de información) de forma que otros se ven limitados, por ejemplo la cuidada composición en interiores. El resultado final, sin embargo, es magnífico y emocionante. Para David Bordwell es la mejor de las películas mudas de Ozu y, por cierto, es ya la última conservada. Rodaría otra historia de estudiantes hoy perdida antes de abandonar los intertítulos definitivamente.

Sus primeros segundos me alucinan. Tras un breve plano-almohada que protagoniza una bobina del cableado eléctrico, un plano raro que parece casi un descarte que Ozu ha metido para cuadrar con el sonido o algo así, de pronto aparecen el padre y los dos hijos, que andan por el camino inhóspito  de un suburbio fantasmal. No sabemos de dónde vienen, algo sabremos de a dónde van

De nuevo Takeshi Sakamoto interpreta a un tal Kihachi. De nuevo es un padre atribulado, en este caso por la extrema miseria a la que han llegado no sabemos cómo, pues del pasado solo conocemos que su mujer le abandonó a él y a sus dos hijos. Vienen a la ciudad a buscarse la vida, pero este Tokio que aún sufre los estragos de la Gran Depresión es, en su inmensidad, una megalópolis por completar que parecen formar varios anillos, más incompletos cuando más exteriores, y al último es al que llegan con su andar pesado y más hambre que Carpanta estos tres fantasmas. La única oportunidad que encuentran para ganarse unas monedas es atrapar a perros callejeros para entregarlos a la administración sanitaria, en plena campaña antirrábica. Un primer can atrapado para sacrificio les sirve para pasar su primera noche tokiota en un albergue miserable. Tanto es así que al día siguiente se plantean si es mejor dormir ahí o comer, escogiendo lo segundo para comprobar que al final de la cena llega la lluvia, que les pilla sin techo… En ese momento se produce el proverbial encuentro con Choko Lida, que de nuevo interpreta a una vieja amiga llamada Otsune como en Las hierbas errantes, y que les acogerá en su casa-restaurante. Gracias a ella podrán de nuevo integrarse en la sociedad tímidamente. Los niños van al cole y el padre encuentra trabajo, aunque todo esto sucede en elipsis apenas señalizadas por Ozu. Encuentran también a Otaka (Yoshiko Okada) que vaga como ellos buscando trabajo (adivinen quién va a terminar de camarera de antro) con el que alimentar a su pequeña hija. La niña enseguida confraterniza con los hijos de Kihachi, y este se hace ilusiones de formar una familia, siquiera algo postiza, con ellas dos y sus hijos.

No contaré nada más del argumento que discurre, como pueden imaginarse, por caminos ya trazados anteriormente: niñ@s que enferman, hombres que se gastan el dinero en sake, deshonradas camareras cuyas labores no sabemos dónde terminan y redención final. Todo lo que ocurre ya lo hemos visto en las obras anteriores de Ozu, en las que, como aquí, los sucesos siguen el camino que marcan los tópicos lacrimógenos del teatro shinpa. Además la banda sonora, dramática y plañidera, refuerza estos lugares comunes que, sin embargo, no menoscaban la grandeza de una película cuyos méritos están en otra parte.

Lo que interesa y se debe reivindicar de Un albergue en Tokio es la maestría con la que Ozu cuenta de forma puramente cinematográfica (podría no tener intertítulos) la pobreza de esta gente. Es el espacio que habitan, ese inhóspito último anillo suburbial, la clave de todo. Es un lugar casi abstracto, sin apenas edificaciones. Solo unos grandes depósitos y esas bobinas vacías que están por aquí y por allí, ocupan este terreno que se podría llamar metafísico en el sentido en que así se califican los cuadros de Giorgio de Chirico, con el que guardan cierto parecido. De hecho no vemos desde fuera el albergue ni el restaurante de Otsune ni apenas otro lugar habitable. O se está dentro, porque solo en interiores se toman decisiones o se echa uno a perder, o se está en ese páramo urbano en el que no se tiene más que calor y hambre, en el que matar perros es una ilusión y el arroz es imaginario, como veremos en una de las más hermosas escenas de casi sonrojante inspiración chapliniana.

Los estudiosos de Ozu suelen plantear que debe considerarse Un albergue en Tokio como uno de los mejores precedentes del neorrealismo italiano. Personalmente no coincido con esta apreciación, porque la miseria en estos primeros años 30 se mostró muchas veces de muchas maneras distintas en todas las cinematografías. La película de Ozu no sigue el posterior ideario neorrealista porque es un puro producto industrial llevado a término por eficaces técnicos, interpretado por profesionales (hasta el niño Tomio Aoki contaba ya entonces con una filmografía que ya quisieran muchos intérpretes actuales en edad de jubilarse) y siguiendo líneas dramáticas manidas pero eficaces, dirigidas a un público ávido de asistir a desgracias ajenas o propias. El evidente parecido argumental con El ladrón de bicicletas también ha contribuido, supongo, con esa identificación, lo mismo que el desalmado escenario urbano que podría perfectamente asimilarse al que queda tras el paso de una guerra mundial. 

Las etiquetas, como hemos dicho en otras ocasiones, nos parecen poco relevantes. Lo importante es que el maestro alcanzó con esta humilde epopeya su cenit en la mostración de la pobreza que, hasta casi los años 50, está presente de una forma u otra en casi todos sus films que simplemente reflejan lo que era la sociedad nipona en aquel tiempo, cuando las urbes no llegaban a absorber la migración rural que por su parte huía de una economía agraria casi de subsistencia. 

Me quedo con la duda de si el mismo Yasujiro Ozu era o no pobre en estos tiempos. Se queja mucho de ello, incluso anota algunos adelantos que toma de la caja de la productora, por ejemplo uno de 20 sens, cifra que me sorprende, pues nada menos que 40 le daban a nuestros míseros protagonistas por llevar un perro al sacrificio. Por otro lado, los días libres juega al golf y casi cada noche acude a restaurantes y locales de ocio, y le encanta el champán y el sake que contribuyeron lo suyo, pienso yo, a que no pudiera levantarse de la cama el 1 de julio de 1935, lunes. 

Esta entrada forma parte del Especial kanreki de Yasujiro Ozu

Todas las citas literales de Ozu, salvo que se indique lo contrario, están extraídas de La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine de Yasujiro Ozu, traducido por Amelia Pérez de Villar y editado en Gallo Nero.

Si menciono a Antonio Santos suelo referirme a lo leído en su monografía sobre Yasujiro Ozu editada por Cátedra.

Se pueden consultar la ficha de cada película y otros análisis en IMDB, Filmaffinity y Letterboxd.

En inglés se puede leer el análisis técnico de David Bordwell de cada película legal y gratuitamente de su libro Ozu and the poetics of cinema en este enlace.

En Internet Archive hay algunas películas de Ozu que no se pueden encontrar en las plataformas habituales.

Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España.

5 comentarios sobre “Un albergue en Tokio (Tokio no yoda. Yaujiro Ozo, 1935)

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  1. Hola tocayo
    Cuando una persona de la farándula -o uno cualquiera- comienza con un condicional tipo «si tuviera…» y acaba con una invocación tipo «¡Os lo juro!» sólo queda hacer una cosa: cantar, por lo bajini, «teatrooo, lo tuyo es puro teatroooo».
    En la anterior entrada te quejabas de pocos exteriores y en esta le tocó saborear las delicias de aire puro hasta quedar mondo como un tito de aceituna. Por cierto esos exteriores parecen el fondo de una obra de teatro; al frente el mundo pelado y detrás el avance de la industria comiéndose todo y emponzoñando el aire.
    El valor de los perros estaba por encima del mercado porque la otra posibilidad es que no compensase entregarlo y… algo sabemos de como empiezan las pandemias.
    Un saludo con mucho carrete, Manuel.

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    1. Hola tocayo,
      no sé si en el anterior apunte (¡me da pereza leerlo de nuevo!) lamentaba que Ozu no se hubiese dedicado más a los exteriores o, que es lo que quería decir, a temas más rurales, menos citadinos. Él detestaba los exteriores por experiencias como esta, que le supuso gran disgusto y, también, mucho teatro.
      Mucho teatro, y de interiores, tendrás el domingo que viene.
      ¿»Tito» de aceituna? En Badajoz nos quedamos en los «huesos», aunque nadie lo diría viéndome las curvas peligrosas.

      Un saludo sin hueso y no sé si algo de bobina, mejor que carrete. No me acabo de decidir.

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  2. Hola otravez
    Pues resulta que «tito» es un localismo aceptado por la RAE. Sólo lo decimos así en Zamora, Salamanca y Valladolid: hueso o semilla de fruto. También lo tengo oído como «güito»; seguro que algún paisano «in illo témpore» entendió mal.
    Para que te decidas (hablando de jergas): bobina se llama cuando tiene el cable y carrete cuando está vacío. Antes era así, y los más viejos del lugar, considerando despectivos ambos términos, lo llamaban «simplemente» Carro.
    Y todo esto… antes de ver la peli. Manuel.

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  3. Me gusta mucho esta película, también sería otra de mis predilectas de su etapa muda junto a Las hierbas errantes, pero tiene sentido porque se nota cómo va depurando su estilo y a medida que pasa el tiempo va mejorando. De hecho no sé si la siguiente que comentará es ya El hijo único pero también me gusta mucho. No sé cómo explicarlo pero aunque el Ozu de los 50 es obviamente superior a nivel de dirección y mucho más perfeccionado, siento una debilidad especial por sus grandes películas de los 30s, se me hacen como más ligeras. O quizá es simplemente que el cine japonés de esa época me provoca una fascinación especial – en realidad todo el cine japonés clásico, pero en los 30 tiene algo especial.

    No sé aportar detalles concretos de ésta porque ya hace tiempo que la visioné, simplemente decir que la escena que más recuerdo es ésa en que se imaginan estar comiendo, y que a mí también me dan algo de pereza esas etiquetas en plan «precedente del neorrealismo» porque se rueda en exteriores y muestra la miseria de los personajes. Ya hay ejemplos de eso en la era muda, no vamos a poner esa etiqueta a cualquier película realista que encontremos anterior a los años 40.

    Le agradezco por otro lado los detalles del diario de Ozu y ya de paso su otra entrada posterior sobre ese documental kabuki, que veré más por interés por la cultura japonesa que por ser de Ozu. Me hace gracia esa actitud de «yo estoy en el cine por ganarme la vida, cuando pueda retirarme lo haré» porque es universal. Es muy típica también de directores del Hollywood clásico que luego, por lo que sea, ves que siguieron haciendo películas pasados los 60 hasta que literalmente los obligaron a retirarse.

    Un saludo.

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  4. Hola Doctor!

    sobre lo que dice usted del Ozu de los 30 y los 50, le confesaré que con esto de ir trabajándolo en sentido temporal me está entrando un cierto canguelo de que cuando llegue a la supuesta época «buena» ya no me lo parezca tanto. Ya tuve un susto con eso al ver seguidas las dos Hierbas errantes… Y es que este Ozu, y este cine, es realmente especial, muy profundo y a la vez muy simple, y si su fondo es complejo por eso mismo, qué decir de la forma. Hay cosas de las que se me pasa hablar en mis apuntes o decido callarme para no ser tan pesado, por ejemplo lo hermosísima que es la fotografía de estas películas cuando podemos apreciarla. No sé si tiene que ver con las lentes o el negativo usado, pero por ejemplo, del sol directo en las personas es casi imposible que en una cinta americana BN de los 30 alguien pueda salir airoso y no parecer un muñeco de escayola. Sin embargo en Japón no sé qué hacían, pero eso les quedaba maravilloso… Es un pequeño ejemplo de tantos, como las manera en la que lloran los niños, o esas sonrisas llenas de pena que no existen en ningún otro lugar del universo.
    Un poco de todo esto por cierto tiene El hijo único que sí, será la próxima, aunque no tenga muchas expectativas en mi apunte, pues he preferido no retocar uno que ya dejé por aquí cuando nadie pasaba, pero he añadido los comentarios de Ozu, así que le gustará leer al menos eso.

    un abrazo iluminado

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