(artículo publicado originalmente en el número de abril de 2020 de la revista Versión Original, monográfico dedicado a la Filosofía)
Hubo una época mágica en la historia del cine durante la cual todo fue posible. En ese período, que podríamos hacer coincidir con los años 20, las limitaciones técnicas de aquel cine mudo y rudimentario, si lo comparamos con el que vino después, no frenaron la inventiva desbocada de verdaderos creadores que con alguna idea, toda la ilusión, y escasos medios en el caso de Dziga Vertov, fueron capaces de forzar los límites tecnológicos de su tiempo y atravesar la fronteras de la misma percepción humana.

El hombre de la cámara (Chelovek s kinoapparatom, Dziga Vertov, 1929) puede considerarse el arquetipo de aquel cine que huía hacia delante para ser algo más que un entretenimiento complaciente. Se trata de un documental poético, pues este es el nombre que el mismo Vertov prefería para definir sus trabajos, que sigue la línea de otras películas de aquellos años, como Berlín, sinfonía de una ciudad (Walter Ruttmann, 1927) o el delicioso cortometraje A propósito de Niza (Jean Vigo, 1930). Se trata de mostrar la vida de una ciudad de la mañana a la noche, sin personajes, trama ni actores profesionales. Este pequeño género está emparentado con el desarrollo tecnológico de la época y con las corrientes artísticas de vanguardia que lo reverenciaban: futurismo y constructivismo, principalmente. Al abrigo de las ideas del poeta Maiakovski, que nutrió sus sueños futuristas, el joven Denis Kaufman (verdadero nombre de Vertov) se adentró en la peculiar industria cinematográfica de la URSS. Dedicado desde 1919 a la elaboración de noticiarios a partir del material rodado por otros, sacó adelante 24 números del Kino-Pravda y varios largometrajes con el trabajo del Grupo de los tres, que formaban él mismo, su hermano Mijail Kaufman (el hombre de la cámara que podemos ver en la película) y su compañera Yelizaveta Svilova, que también aparece en ella, montándola.
En nombre de este Grupo de los tres, renombrado luego los kinoks, (en la esperanza probablemente vana de parecer más numeroso), Dziga Vertov llevará a cabo durante los años 20 una extenuante labor cinematográfica y documental que acompaña con la publicación de abundantes manifiestos -de entre los que ha salido el título de este artículo- en los que va dando forma teórica y explicación estético-sociológica tanto a sus creaciones del momento como a sus proyectos futuros. Así, tenemos manifiestos de Los kinoks, varios del Cine-ojo -de lo cual hablaremos luego-, del Radio-ojo… Son estos los años de Kuleshov, de Eisenstein, de Pudovkin, y demás directores teóricos que sistematizaron los códigos del montaje cinematográfico en la Unión soviética previa al asfixiante realismo socialista que llegará con los 30 y el estalinismo autocrático.

El hombre de la cámara se realizó para ser el paradigma del llamado Cine-ojo, una teoría estética elaborada por el mismo Vertov cuyos principios nos disponemos a resumir: el Cine-ojo consiste en la asunción de que el cine y sus medios técnicos (esto incluye la cámara, el montaje y en años posteriores el sonido) tiene la capacidad y, en cierto sentido, el deber de mostrar la vida de una forma nueva, para la que la percepción humana está limitada por su propia naturaleza. Vertov desde luego no especula con la profundidad filosófica de Eisenstein -apabullante a veces por su densidad- y los principios de su teoría son fáciles y asumibles. Se trata de dar entidad y marchamo filosófico a un género, el documental (poético) que él consideraba muy superior al cine-teatro, como llamaba a las películas de ficción, y que debería ser el que educara y reflejara a vez el paso por el mundo de una sociedad igualitaria y emancipada de su pasado zarista, que aspiraba entonces (1929) a ser la Rusia de los soviets. El género documental (Cine-verdad) debía ser una nueva forma de entenderse a sí misma esta sociedad, a su vez ella misma nueva. Un proceso de retroalimentación vital: al verse a sí misma en sus logros y sus traspiés, la nueva humanidad sabrá comprenderse a sí misma desde nuevos códigos escritos, o mejor aún: vistos y oídos. Un nuevo lenguaje que empieza desde cero, como ese país inmenso (La sexta parte del mundo, se llama otro film de Vertov) que gateaba aún en aquellos años, y que debe liberarse de las narraciones narcotizantes del cine, el teatro y la literatura burguesas, que Vertov asocia al discurso religioso tradicional.
Me imagino a Dziga Vertov (alias que significa “¡Gira, peonza!”) como un hombre hiperactivo, eminentemente práctico, que solo se detiene a redactar manifiestos -por otra parte repetitivos y llenos de cómica solemnidad- cuando no tiene nada entre las manos, cuando se ha quedado sin material que montar o sin película para rodar, como era la norma en aquella industria precaria. No me parece que él mismo se diera cuenta de que con su teoría estaba subvirtiendo uno de los pilares del pensamiento moderno occidental, que es la separación entre sujeto y objeto, entre aquello que (o quien) conoce y lo conocido. En la tradición europea, desde que Descartes alumbrara al cogito, el pensamiento dará forma al Yo, al sujeto, como un sustrato de identidad intelectual, cognoscitiva, que se hace cargo de lo conocido, de lo que no es él mismo. Desde entonces -y desde antes también, pero no nos liemos…- la filosofía anduvo como loca buscando los contornos y las limitaciones de esas dos instancias, sujeto y objeto, que solo existen enfrentadas y dependientes al tiempo la una de la otra. ¿Dónde acabo yo? ¿hay algo de lo que percibo/conozco cuya existencia real pueda probar? ¿hasta dónde yo mismo soy o no parte de lo que conozco?… Son solo tres de las muchas preguntas por las que los estudiantes de filosofía han ido abriendo la boca de admiración (o por bostezo) cuando toman conciencia de que, para nuestra mentalidad, el “ojo” -el sujeto que conoce- y “lo que ve el ojo” -el objeto conocido- son dos entidades distintas, separadas según el esquema tradicional, y que las implicaciones de esa dualidad son múltiples e incómodas.
Inmanuel Kant con su Idealismo Trascendental, que desde luego no vamos a explicar ahora, viene a dejarlo todo en un problema de límites, de asunción de nuestros propios límites cognoscitivos. Lo que sentimos, sabemos, pensamos, entendemos, juzgamos… Todo eso es fenómeno y puede ocupar nuestro conocimiento. Sin embargo lo que no se puede conocer, lo que “no cabe” en el ojo ni en la mente, lo que no es real no porque no exista, sino porque nadie lo puede subjetivizar, eso es noúmeno. Creo que todos recordamos al menos esta división de la realidad de nuestras clases de filosofía.
En una escena, probablemente la más hermosa e inspirada de El hombre de la cámara, Svilova, la montadora, da sentido a unos fotogramas que vemos congelados: una vieja, carretas y niños fantasma, que no son nada hasta que la vida les llega a 16 fotogramas por segundo. En otros momentos vemos al avezado reportero girar su cámara, reposicionar su objetivo, y con ello traer a nuestro conocimiento el pedazo de vida que estaba oculto tanto a él como a nosotros. El hombre de la cámara está ahí, y es el protagonista de este “experimento”, como se informa al principio, no para que nos entretengamos con sus acrobáticas peripecias, sino para que nos demos cuenta de que es una suerte de constructor de otra realidad, la que puede formar el cine-ojo. Es decir, que lo que vemos no está entre los umbrales de lo que, como observadores humanos, podríamos saber.

Según Vertov la vida es más compleja que lo que uno ve, y el mundo moderno nos exige una suerte de visión omnisciente que la tecnología puede proporcionarnos: “El cine-ojo es el cine explicación del mundo visible aunque sea invisible para el ojo desnudo del hombre”, nos dice Vertov en “El abc de los kinoks”, y continua: “El cine-ojo es el espacio vencido, es la relación visual establecida entre las personas de todo el mundo […] El cine ojo es el tiempo vencido, es la concentración y la descomposición del tiempo, la posibilidad de ver los procesos de la vida en un orden temporal inaccesible al ojo humano, en una velocidad temporal inaccesible al ojo humano” El cine-ojo, pues, es un tímido timbrazo que suena desde lo nouménico, desde aquello que nos es inaccesible. Por supuesto que la cámara, aunque sea más perfecta que el ojo en opinión de los kinoks, no puede presentarnos lo que es irrepresentable para nosotros. Lo que interesa a Vertov no es desde luego entrar a dialogar con Kant o el idealismo filosófico. Lo que él quiere es esforzarse en representarnos la vida desde otras referencias vitales. No quiere que veamos historias con las que comparar las nuestras, ni personajes que remeden a personas. El hombre de la cámara está para desenraizar nuestras mentes profundamente enterradas en imaginarios imposibles. La vida real es la vida visible en términos absolutos, y por eso también es la verdadera.
El hombre de la Cámara es, dejando ya la parafernalia teórica, una joya visual, un poema sincopado de las ciudades -en concreto Moscú, Kiev y Odessa-, de sus habitantes y de la vida misma. Está el desnudo más hermoso de la historia del cine porque es el primero que todos vimos. Están cientos de mujeres esforzadas en forjar lo que prometía ser un mundo nuevo de igualdad. Están los tranvías, los trenes, los coches de punto, los coches funerarios, los aviones, las motos y las ambulancias, todos ellos como guardianes frenéticos que vigilan, amenazan y salvan. Y está la cámara: la cámara autómata, la cámara enterrada, la cámara que se relaja en la playa, la cámara a manivela que ve mejor que los ojos, que conoce y que construye a la velocidad del tiempo que pasaba entonces volando como la historia. Cuando se ve esta película se siente una paradoja en el fondo del pecho; y es que es muy antigua, por lejana en el tiempo, y a la vez tristemente contemporánea, por haberse adelantado tanto a su época y al futuro que ella misma prefigura, que no ha llegado a existir, o no hay ojo que lo haya visto.


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Qué gusto leerte. Cada vez me gusta más el binomio cine y filosofía. Las posibilidades que ofrece el cine para entender o acercarse a la filosofía. Qué pasada. Además si tenemos la suerte de que se nos explique tan bien como tú lo haces somos doblemente privilegiados.
Y cómo apetece hacerse una sesión continúa con El hombre de la cámara (Chelovek s kinoapparatom, Dziga Vertov, 1929), Berlín, sinfonía de una ciudad (Walter Ruttmann, 1927) y A propósito de Niza (Jean Vigo, 1930). Son unas piezas preciosas la tres.
Beso
Hildy
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Pues sí son una maravilla las tres, pero la sesión doble que tengo en la cabeza -desde hace un montón de años, pero luego nunca me pongo- para hablar de las ciudades y sus cosas es Berlín, Sinfonia… y En construcción, de Guerín.
Cine y filosofía se pueden mezclar pero no agitar. Hacemos lo que podemos
Un beso muy fuerte, querida Hildy
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Inspiradísimo texto sobre una de las obras cumbre del cine mudo y, por tanto, de la historia del cine.
Siempre me ha impresionado la inusitada modernidad de este filme y no puedo dejar de pensar en lo lejos que parece que llegó el cine en los últimos años de la era muda y la poca continuidad que tuvieron esos logros durante las siguientes 3 décadas…
Un saludo.
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Pues sí… Lo que pudo haber sido y no ha sido.
Y lo más alucinante es que esto lo hicieron tres desarrapados sin apenas negativo, en su tiempo libre y sin ningún tipo de estructura industrial detrás. Esa precariedad material creo que tiene mucho que ver con la inmensa grandeza estética de la película.
Hoy en día, con las lentes disponibles y las steadicam de todo a 100 qué fácil es parecer artista y qué difícil aportar algo a la historia del cine.
Un saludo
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